sábado, 25 de febrero de 2012

COMO DECIR ADIOS



María llora, desconsolada, la muerte de su padre. Susana, su mamá, despide en silencio al compañero de toda una vida. Rosario intenta superar el abandono de su novio. El novio de Rosario esquiva el duelo y apuesta a una nueva relación. Sergio no ve a sus hijos desde que su ex mujer se los llevó lejos. Lucas está en primer grado y no quiere ir a la escuela porque extraña a sus compañeros del jardín. Nicolás tiene 65 años, le ofrecieron jubilarse y, además de enojarse con el paso del tiempo, siente que están en juego su talento y su identidad.
Apenas unas pocas historias alcanzan para ilustrar la tristeza, la angustia y el dolor que implican los adioses. No conviene ser prisionero del pasado. Todos tenemos la posibilidad de sortear el dolor y convertirlo en algo que nos permita conectar con la vida de aquí y ahora. "Todos los días, en todo momento, ponemos en acto nuestra capacidad para decir adiós. Todos los seres humanos estamos entrenados para las pérdidas, sólo nos falta tomar contacto con esta sabiduría", sostiene la psicóloga Alicia López Blanco.
Esta parece ser la forma más clara y positiva de entender el duelo, ante todo, como una potencialidad. Así como poseemos resiliencia (la capacidad de superar y revertir las situaciones más traumáticas), todos tenemos, con más o menos recursos, la capacidad de atravesar el dolor que provocan las pérdidas. "Es necesario entender que el duelo por pérdidas es un proceso adaptativo esperable -explica el doctor Oscar Boullosa, médico psiquiatra-. Estar en duelo no es estar enfermo. El duelo se convierte en enfermedad cuando no se logra superar el dolor y hay que intervenir por medio de un tratamiento que suele requerir de fármacos y psicoterapia."
Estos dos conceptos -el duelo como potencialidad y el duelo como respuesta necesaria y adaptativa- son fundamentales para entender la importancia que tiene atravesar las situaciones de pérdida. Es necesario y saludable llorar, extrañar, aceptar, soltar, superar, transformar, seguir adelante. Y si no se puede, saber que siempre hay quien pueda brindarnos ayuda o acompañarnos en el camino de las sanas despedidas.
Desde ya que no es lo mismo decir adiós en cualquier situación de pérdida. Todo depende, claro está, del compromiso afectivo que tengamos con lo que hemos perdido, así como del deseo y la fuerza que podamos poner en juego para elaborar la pérdida.
Si hiciéramos un listado de situaciones dolorosas, al principio seguramente pondríamos la muerte y, a pocos pasos, la enfermedad, por su reminiscencia directa con la posibilidad de perder la salud y la vida. Muy en nuestro interior seguimos soñando con ser inmortales e invencibles, pero sabemos que, a nuestro pesar, todo y todos tenemos reservado un comienzo y un final.
Poder decir adiós también tiene que ver con otras cuestiones: una separación o un divorcio, una discusión sin retorno, una mudanza, el exilio, el despido, la renuncia o el retiro de la vida laboral, atravesar cualquier etapa o ciclo vital (la niñez, la adolescencia, ser adulto, envejecer). Salvando las distancias, una película, un libro, una canción, un plato de comida, una taza de café., también tienen un final, muchas veces, incluso, inesperado o amargo.
La lista seguramente continúa. Cada uno podrá sumar o calificar experiencias traumáticas, acorde con sus expectativas, posibilidades y estructura de personalidad. "En todos los casos, sencillos o complejos, cotidianos o inesperados, está implícita una muerte interior. Decir adiós -subraya Alicia López Blanco- implica despedirse de lo que fue y ya no volverá a ser."
Rosario tiene 38 años. Llega al consultorio muy angustiada. Remite su motivo de consulta a la tristeza profunda que le provoca no poder establecer vínculos. Dice que, más allá de no poder pensar nuevamente en una pareja, no puede, incluso, sostener relaciones de amistad y familia. Poco a poco fue evitando cualquier tipo de encuentros y contacto. Rosario se encuentra frente a un gran desafío: descubrir la importancia que tiene cerrar experiencias significativas del pasado para recuperar la autoestima, revivir la confianza y permitirse la entrega. Hace dos años, fue abandonada por el novio. Llevaban cinco años de relación y, según relata: "El me humilló, dejó de valorarme, no encontró nada más en mí como para sostener el amor; se fue con otra mujer".
En muchos casos, no sólo se trata de aceptar el adiós sino de resignificar la mirada sobre el cierre de una etapa. En el relato de Rosario sobran los pensamientos y las creencias de que el amor se acabó porque "no supieron valorarla". Más allá de su enojo, se siente responsable.
Muchas veces, no sólo es el hecho o la figura de la pérdida en sí misma lo que impide o posterga la superación o la transformación del dolor. Lo que ocurre es que nos duele el alma por la valoración real de lo que se pone en juego en la pérdida. Es decir, toda separación es dolorosa; pero, más allá de la ausencia, de ahora en más estará la pérdida de todo lo que pusimos o creímos haber esperado y ofrecido en esa relación.
¿Qué significaba el novio en la vida de Rosario? ¿Qué lugar ocupaba? ¿Nadie podrá ocupar ese lugar? ¿Vivía pendiente de él? ¿Por qué su novio inició una nueva relación a pocos meses de haberse separado?
Cuando una relación termina, las dos partes están en duelo. Cada uno a su tiempo y a su modo. Más allá del rol de víctima o victimario (el bueno o el malo; el infiel y la engañada) con el que solemos etiquetar a los protagonistas, algo se acabó para los dos. Si bien no se trata de asumir o hacerse responsable del duelo del otro, siempre es recomendable buscar las maneras más saludables para transitar las despedidas.
"La tristeza -señala López Blanco- aparece, inevitablemente, ante las pérdidas, y desaparece cuando logramos hacer el duelo. Si podemos separarnos de aquello que perdimos, podremos despedirnos de lo que ya no es ni será, y continuar siendo, esencialmente, nosotros mismos."
Generalmente, en las situaciones de pérdida están en juego otras cuestiones de fondo.
En el caso de Nicolás (65), lo que parece estar en peligro es la identidad. Como a muchos, a Nicolás le cuesta asumir el paso de los años. En charlas sucesivas, logra aceptar, en parte, que la "jovialidad y la energía son actitudes, más allá de la edad que tengamos". Pero cree que no podrá tolerar estar fuera del sistema cuando sea mayor.
Debería haber cursos que nos ayudaran a jubilarnos. El amor y el trabajo son dos ejes cruciales en la vida del hombre y, según explica Nicolás, "no es sencillo saber que ya no nos quieren o que no somos útiles o necesarios".
La valoración de las experiencias tiene relación directa con lo que hemos aprendido y con lo que está establecido por nuestra cultura. Lamentablemente, muchas veces nos vemos obligados a resignificarlo todo cuando parece demasiado tarde.
"El tiempo de los duelos depende de la capacidad que cada persona tiene de desapegarse y de la carga emocional adjudicada a la pérdida de la que se trate", explica López Blanco. Y agrega: "Cuando lo que parece estar en juego es la identidad, en caso de quedar excluido de un proyecto o del circuito laboral, el trabajo es reconstruir esa identidad que creemos perdida. Lo mismo ocurre cuando la identidad está ligada a otra persona, que se va o fallece. Más allá de los recursos y las herramientas de cada uno, el desafío es poder transformar el suceso y tomar contacto con lo que irremediablemente nace después de la muerte o la pérdida: otro camino, otra posibilidad, otras experiencias".
Lucas tiene 7 años. ¿Cómo explicarle que sus compañeros de jardín ya no formarán parte de la nueva etapa de vida que está iniciando? Por lo pronto, deberíamos saber qué es lo que realmente extraña Lucas, o qué de lo nuevo le da miedo o no le resulta funcional. Conversar con él, entender su pena, apelar a cuentos u otras historias reales con comienzos y finales (también positivos) lo ayudarán a encontrar la salida de su laberinto infantil, poblado, por lógica, de fantasías.
No demos por supuesto que todos los niños tienen la capacidad de elaborar un duelo y creamos que todo pasa con el tiempo. Los chicos no tienen las mismas posibilidades de expresión que un adulto.
Todos podemos desarrollar esta capacidad de asumir las pérdidas, pero no todos podemos seguir el mismo recorrido hacia la superación. Cada uno emprenderá el camino como pueda y necesitará hacer escalas, paradas o descansos más prolongados.
"Hay personas con mayor inclinación a los cambios que otras -advierte López Blanco-; hay personas más o menos creativas, con inteligencia práctica, emocional o relacional, más o menos desarrolladas. Además de las estructuras de personalidad, todo depende de las experiencias de pérdidas que cada uno haya tenido que atravesar, del aprendizaje que haya extraído de esa experiencia y de su capacidad de afrontamiento. Lo importante es tomar conciencia de la finitud de todo en la vida. Al aceptar este hecho hemos dado el primer paso para avanzar en la dirección del logro."
Hacer los duelos
El duelo es una reacción normal frente a la pérdida de un ser querido. Es una respuesta adaptativa esperable, no es una enfermedad ni un trastorno mental. El Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM IV) lo clasifica en la categoría diagnóstica de trastornos adicionales que pueden requerir atención clínica. "Frente a cualquier situación estresante se espera una reacción de afrontamiento y adaptación", explica el médico psiquiatra Oscar Boullosa.
Los signos y síntomas típicos del duelo son tristeza, recuerdo reiterativo de la persona fallecida o de la situación perdida, llanto, irritabilidad, insomnio y dificultad para concentrarse y realizar las labores cotidianas.
López Blanco es contundente: "La única manera de superar la tristeza es transitándola. Si no aceptamos los síntomas, en el mejor de los casos, podemos llegar a postergar el dolor; pero también corremos en riesgo de negarlo, desviarlo y transformarlo en síntoma".
El proceso de duelo comienza en el preciso momento de la pérdida y termina cuando se logra resignificar el dolor y aceptar la realidad. "La duración de los duelos es variable -detalla el psiquiatra-; depende, fundamentalmente, del impacto de la pérdida, de la estructura de personalidad del paciente y de las características socioculturales de su ambiente. Según el DSM IV, si el duelo persiste pasados los dos meses de la situación de pérdida, podemos pensar en un cuadro de depresión mayor. En nuestro contexto cultural podríamos esperar hasta un año, desde iniciado el duelo, para considerarlo como patológico."
La situación de duelo puede pensarse en torno a tres etapas: una inicial o de shock, breve; una etapa intermedia, que puede durar semanas y meses, y una etapa tardía o de recuperación, antes de cumplido el año.
"Hablamos de duelo patológico -explica el doctor Boullosa- cuando el estado persiste en el tiempo y el sujeto no puede superarlo sin ayuda profesional. Además de severos cuadros depresivos, algunos con ideación suicida, suelen ser frecuentes los trastornos de ansiedad y las adicciones."
Durante el duelo normal o esperable algunas personas suelen buscar ayuda profesional para aliviar los síntomas, los que aparecen apenas pasado el shock inicial o la etapa de recuperación. Durante el duelo patológico suele ser necesaria la intervención terapéutica combinada con fármacos y psicoterapia. "Cuando se decide instituir tratamiento se está ubicando el duelo en la categoría de enfermedad -subraya Boullosa-. El tratamiento farmacológico apunta tanto a los síntomas de estrés crónico, depresión y ansiedad como a normalizar las alteraciones inmunoendocrinas. En la psicoterapia se busca que el paciente acepte la pérdida adaptándose a la ausencia y aprendiendo a vivir con la pérdida."
Es importante seguir de cerca el proceso e identificar si alguien se estanca en alguna instancia en especial en el camino hacia la recuperación o superación del duelo. Si alguien, por ejemplo, está detenido en la negación o no aceptación de la pérdida, difícil mente podrá avanzar a fases posteriores que le permitan sortear el dolor.

LA MUERTE UN CAPITULO APARTE

En el duelo por la muerte de un ser querido, el dolor es mucho más profundo e inevitable. Cuanto mayor sea el amor experimentado hacia la persona fallecida, más grande y profunda será la pena, pero no hay que olvidar que la muerte es lo esperable en todos los casos.
"Tener conciencia de la finitud y de lo precario de la existencia puede ayudarnos a valorar más la vida, a disfrutar más del presente y los vínculos, y a estar más preparado para la muerte propia y la ajena", subraya la terapeuta Alicia López Blanco, quien cita a Sigmund Freud, cuando en su artículo Duelo y melancolía dice que "el papel del duelo consiste en recuperar la energía emotiva invertida en el objeto perdido para reinvertirla en nuevos apegos".
La elaboración sana de las muertes depende de muchos factores: el significado de la pérdida, el tipo de sentimientos que genera, los recursos personales de afrontamiento, la red social de apoyo, el entrenamiento basado en experiencias anteriores de pérdida o separación y los recursos espirituales (valores, creencias, apertura a lo trascendente).
La doctora en Psicología Laura Yoffe habla en su investigación sobre Los efectos positivos de la religión y la espiritualidad en el afrontamiento de duelos del fenómeno del afrontamiento religioso, haciendo alusión a que "los credos estimulan la superación de las pérdidas de seres queridos por medio de la fe, la plegaria, la meditación, los rituales, las creencias sobre la vida y la muerte, buscando ayudar a los que sufren a superar su malestar y aumentar los sentimientos positivos y el bienestar psicológico, afectivo y espiritual".
La espiritualidad y las creencias son ejes fundamentales en el trabajo del área de cuidados paliativos, en los que trabajan quienes preparan a los ancianos y enfermos para un buen morir y acompañan a los familiares sumidos en el dolor.
"Los duelos por pérdida se convierten en crónicos o patológicos cuando sentimos que quien ya no está se ha llevado una parte nuestra, nos ha escindido de alguna manera -explica López Blanco-. En ese caso no podemos discriminar lo propio de lo ajeno, y somos nosotros los que hemos perdido la conexión con nuestro propio ser."
Si bien suele dársele el mismo significado, en este contexto, es conveniente distinguir duelo y luto.
Ambos hacen referencia a las reacciones psicológicas que pueden tener quienes transitan la instancia de una pérdida significativa, pero así como el duelo es el sentimiento subjetivo, la experiencia personal del dolor que provoca la muerte es el luto hace referencia al proceso, al tiempo en el que se resuelve el duelo.
El luto es la expresión social de la conducta y las costumbres que se asumen a posteriori de la pérdida. Aquí es donde se ponen de manifiesto las costumbres propias de la cultura y las expresiones sociorreligiosas de cada familia o comunidad.
ESTRATEGIAS

LA ACEPTACION ES CLAVE

Siempre resultará más o menos sencillo "soltar" la experiencia y decir adiós según la importancia o el grado de afectividad que le asignemos a la pérdida, así como de los recursos que podamos desplegar en el camino necesario e inevitable del duelo.
Ante todo, afrontar el ejercicio de la aceptación, que nada se parece al acto de resignarse. Aceptar, aunque resulte paradójico para algunos, es adoptar una actitud activa y positiva frente a lo que parece una dificultad, un trauma o un callejón emocional sin salida. Resulta esencial poder aceptar que esto (lo que sea) es posible que pase, que de hecho ha ocurrido u ocurrirá, que puede provocar mucho dolor y que es necesario sentirlo para resignificarlo. Aceptar la pérdida y el dolor para dejar de juzgar y culpar a todos los cielos por lo ocurrido. El juicio es el origen del enojo y el enojo nos enquista en la parálisis de la violencia.
Aceptar es identificar, hacerse cargo, entender que es muy probable que -en ese momento- no tengamos la posibilidad de cambiar la realidad. Lo que pasa aquí y ahora no significa que no pueda modificarse mañana o en un futuro. Seguramente lo lograremos cuando podamos aceptarlo.
Resignarse, en cambio, es  la desesperanza. Resignar es la mismísima negación, la inactividad. Es bajar los brazos, es resistirse a lo que pasa. Cuando nos escapamos del dolor, la bronca, la impotencia y la insatisfacción persisten y evolucionan. Cuando no aceptamos, al dolor le agregamos sufrimiento. Y en este escenario no sólo no hay posibilidad de cambio, sino que todo se torna más oscuro o lejano.
Si no acepto, me resigno. Y si me resigno, entrego mi vida a la indiferencia.
En su libro La salud emocional (Paidós, 2010), la psicóloga Alicia López Blanco sabe enunciar con precisión los pasos que podemos seguir para despertar esta capacidad que todos tenemos para elaborar las pérdidas:
Pedir ayuda: abrirse a compartir el sentimiento con aquellos que pueden contenernos y acompañarnos.
Hablar del tema: alivia enormemente narrar cómo han sido las cosas y describir los sentimientos, eligiendo interlocutores que puedan proporcionar una escucha activa y que se interesen sinceramente por lo que nos pasa. Puede escogerse a alguien del entorno cercano que pueda ser capaz de contener nuestra tristeza o solicitar ayuda terapéutica o religiosa, según la ideología o creencia de cada uno.
Abrirse al contacto físico: buscar la proximidad, la caricia o el abrazo de los seres queridos.
Respetar momentos de recogimiento: tratando de transitar con conciencia la experiencia emocional. Aunque en ese momento se tenga la impresión de que el dolor no va a tener fin, siempre lo tiene. El silencio y la soledad pueden ser beneficiosos si se encuentran en equilibrio con la compañía y el habla.
Llorar: dejar fluir el llanto tiene un efecto enormemente benéfico: promueve la relajación y la tranquilidad de espíritu, ayuda a drenar el dolor y a despedirse.
Agradecer, perdonar y perdonarse: es de gran ayuda, en el caso de cualquier tipo de pérdida, reconocer y agradecer lo bueno vivido con esa persona, actividad, objeto, casa, trabajo, amistad, ciudad, país, o lo que sea que ya no esté en nuestras vidas y extrañemos. También tratar de cerrar o sanar temas inconclusos mediante rituales: escribir (sólo para uno mismo) cartas de reparación, o realizar algún tipo de ceremonia de perdón o aceptación que tenga sentido para cada uno.

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