jueves, 26 de mayo de 2011

LOS ABUELOS Y SU AMOR




En una ocasión, dialogando con algunos orientadores de abuelos jóvenes, surgió la duda acerca de la posible acción educativa de los abuelos con sus nietos.        ¿Debían ellos educar a sus nietos o lo suyo era "disfrutar de sus nietos", sin maleducarlos?         
¿Pesaba, realmente, sobre ellos algún tipo de responsabilidad educativa respecto a sus nietos?     
Alguien zanjó la cuestión diciendo:
- A los abuelos no nos corresponde la acción educativa, sino la acción cultural con nuestros nietos.Y todos asentimos, admirados de la sabiduría de aquel abuelo.  Si la educación es la primera y primordial tarea de la cultura, los abuelos no educan a sus nietos, pero facilitan extraordinariamente -con su acción cultural- su educación.
Deberíamos preguntarnos qué se requiere, en la existencia de un abuelo, para poder realizar esa acción cultural.
En primer lugar, diríamos, reclama una vida serenamente madura. Y en segundo lugar, la experiencia vivida y reflexionada, que viene a constituir un tesoro en la vida familiar.
La edad de la experiencia
Empecemos por lo último:
Experiencia reflexionada: ¿Podríamos colocar toda esta larga etapa del abuelo joven bajo el epígrafe de la "edad de la experiencia"?
No valoramos hoy la experiencia del ser humano como es debido, quizá porque somos civilizados, pero no cultos. La experiencia es un elemento necesario, aunque no suficiente, para llegar a ser una persona culta.
Muchas personas que han dejado a la humanidad un legado cultural, han realizado lo mejor de su obra en esta "edad de la experiencia". Y si estos hombres -Platón, Aristóteles, Miguel Ángel, Cervantes, etc.- han hecho esto, los demás ¿por qué no? Cada hombre y cada mujer puede realizar lo mejor de su obra en la edad de la experiencia.
Sobre todo, si sabe preparar esa edad, en lugar de temerla.
La experiencia de una persona mayor es tanto más valiosa cuanto más reflexionada. Es decir, en tanto que viene a ser la unión del pensar y del hacer, a lo largo de muchos años.
Es una experiencia tanto más valiosa -sobre todo, en el ámbito familiar- cuanto más disponible y menos impuesta.
¿Y qué puede hacer la persona, cuya experiencia no se busca o no se aprovecha? ¡Escribir!
Escribir, en la edad de la experiencia, es hacer más disponible la propia existencia, ponerla a disposición de futuras generaciones a quienes interese. Dejarla ahí para el futuro.
Pero ¿qué tipo de experiencias? Uno piensa, ante todo, en su experiencia profesional; en todo el saber acumulado en cuestiones, digamos, de técnica profesional; en lo adquirido personalmente, en muchos años, hasta conocer a fondo su oficio.
Pero no es esta la experiencia más importante de una persona en esta edad. Sobre todo, cuando se valoran más los aspectos técnicos que los aspectos humanos de la profesión, o cuando el progreso técnico exige cambios continuos en el enfoque del propio quehacer profesional.
No es la experiencia más importante la del experto en algún sector especializado del hacer humano, sino la del experto en el arte de vivir. La llamamos "edad de la experiencia", porque a ella se reserva la experiencia del vivir.
En este sentido escribe Emma Godoy:
"Experiencia es distinguir el bien del mal en cada caso; haber aprendido las causas de los aciertos y éxitos existenciales y también las causas de los daños y desastres"
La aceptación de sí mismo
Esta experiencia del vivir supone haberse probado a sí mismo: en lo favorable y en lo adverso; en lo placentero y en lo doloroso; en los aciertos y en los fallos; en los triunfos y en los desastres, con el correspondiente incremento de conocimiento propio y de aceptación de sí mismo.
En la civilización actual, un problema importante es la no aceptación de las personas que han cumplido los sesenta años, y aún antes. Pero es bastante más grave el problema de no aceptarse a sí mismo.
Si una persona de cincuenta o de sesenta años no se acepta a sí misma tal cual es, con sus posibilidades y sus limitaciones, con algunas facultades disminuidas, no podrá ayudar a los jóvenes, y, en general, a su familia extensa, desde su valiosa experiencia en el arte de vivir, que incluye la experiencia del dolor.
Naturalmente, la aceptación de sí mismo no se puede improvisar. Uno debe practicarla desde mucho antes, porque es crecer en libertad en todas las edades.
En esto, como en todo, sólo si ha habido una cuidada preparación, cabe esperar de esta etapa de la vida un buen servicio para la propia familia y para la sociedad (actual y próximo-futura).
Esta preparación equivaldría a una educación juvenil para la edad madura, para la edad de la experiencia, para la edad del jubilado. Pero es muy difícil "imaginar", antes de los cuarenta años, cómo será uno mismo y qué hará y cómo vivirá en la última fase del abuelo joven o en la del abuelo mayor, por ejemplo.
Antes de jubilarse oficialmente convendría prever qué va a hacer uno al día siguiente de la jubilación oficial y hasta la jubilación real.
Convendría saber, con tiempo suficiente, que uno -abuelo o no- alcanza una edad que requiere: cierta autonomía económica; alguna preparación física; una posible previsión en lo profesional; y un continuo crecimiento espiritual.
Entonces esas fases finales del abuelo joven y la que sigue -la del abuelo mayor, enfilando antes o después la recta final- podrían ser: la edad de la sabiduría (sabiduría del vivir y del morir); la edad de la esperanza; e incluso la edad de la mística, cuando ya se ha alcanzado una cumbre, en la que el aire es más puro, en la que se puede decir que: ha llegado la hora del espíritu.
Por eso -traspasando por un momento las fronteras cronológicas del abuelo joven-, resulta muy triste la imagen del ser humano que llega al ocaso de la vida, cerrado su horizonte a lo trascendente, prisionero de su terrenidad, sin visión sobrenatural.
Es un final oscuro, tenebroso, sin cumbre y sin luz. Aunque, mientras vive, puede el hombre rectificar, arrepentirse, volver a empezar. Sobre todo, si una mano amiga le ayuda.
En fin, la importancia de los abuelos radica:
- en el tesoro de su experiencia en el arte de vivir;
- en su desprendimiento;
- en su humilde pasar inadvertidos haciendo el bien;
- en su sonrisa habitual;
- en sus decantados proyectos para los que faltará tiempo;
- en su grandeza espiritual.
Esta aceptación de sí mismo, en las últimas fases vitales -al igual que en las anteriores, pero más difícil- es la primera condición que señalábamos, para poder realizar la acción cultural que se espera de un abuelo joven: vivir una vida serenamente madura.

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