viernes, 14 de enero de 2011

ASEPTACIÓN

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La palabra aceptación se origina a partir del verbo latino acceptare; derivado, a su vez, de accipere: recibir y éste de capere: coger.


Con la aceptación uno recibe los hechos tal cual son. Le da una sensata y ecuánime acogida a la realidad, para adentrarse en ella y explorar con sabiduría sus recónditos recovecos.


La realidad es compleja y sorprendente. Está llena de matices. El misterio acecha agazapado para asaltar hasta el más experto explorador. Quien se rebela contra ella sólo logra estrellarse contra su granítica estructura; en una inoperante y estéril actividad consigue que la realidad le oculte sus tesoros. Sin advertirlo empuja la puerta hacia el lado que se cierra.


Quien se resigna a su circunstancia paraliza su espíritu. Se inmoviliza y anula a sí mismo. Niega su ser y rechaza con necedad las posibilidades que tiene a su alcance.


Quien, en cambio, acepta la realidad tal cual es, con tan humilde actitud, devela la clave para que la realidad se rinda a sus pies. Con la aceptación se entra en sintonía con los hechos. Se es UNO con ellos. Con docilidad y fluidez se accede a las riquezas y posibilidades que la realidad, celosamente, resguarda y oculta detrás de un rostro hosco y huraño.


Es frecuente, en nuestra cultura, confundir la noción de aceptación con la acepción actual de resignación, cuando en realidad son antónimos. En su origen etimológico resignación tenía un sentido contrario al que se le asigna hoy. Proviene del latín resignare: romper el sello que cierra algo. Volver a signar. Desde aquí fue evolucionando, o mejor, tergiversándose hasta la connotación actual de impotencia, abandono y sometimiento ante la adversidad que se vive.


Si descorremos el velo de la apariencia se distinguirá con claridad que resignación y aceptación se hallan en posiciones antagónicas ante la realidad.


En la resignación hay ignorancia de las posibilidades. Con la aceptación hay conciencia del límite.


En la resignación se sobredimensionan las dificultades. Con la aceptación se vislumbran las posibilidades.


En la resignación sólo hay ojos para “ver” aquello que se carece. Con la aceptación se ilumina aquello que aun se conserva.


En la resignación se paraliza toda acción. Con la aceptación se pone en marcha la acción más sabia.

En la resignación hay una vergonzosa sumisión. Con la aceptación uno encuentra la senda de “su” misión.


En la resignación hay dejadez y complicidad. Con la aceptación hay prestancia y superación.


En la resignación hay impotencia y desconsuelo. Con la aceptación hay fortaleza y serenidad.


Citaré a continuación tres perlas conceptuales de Romano Guardini con relación a la aceptación:

(...) Hemos de aclarar en seguida que no se trata aquí de ningún débil dejarse llevar, sino de ver la verdad y situarse en ella, naturalmente, decididos a emprender el trabajo en ella y, si hace falta, la lucha por ella.


La aceptación de lo real es lo que fundamenta la sinceridad de la existencia.

Aceptar la existencia es una acción que se debe realizar en lo más hondo de la vida.


Se requiere un gran temple anímico para aceptar la realidad como es. Por eso lejos de una postura facilista o derrotista es fortaleza de ánimo y claridad de la mente para afrontar la contingencia adversa.


Hay tres reglas de oro para afrontar, con dignidad, las horas aciagas por más adversas que se presenten:


1) Antes que nada, y por sobre todas las cosas, ACEPTAR los hechos tal como son.


2) Estar de acuerdo con esta premisa hasta la fibra más íntima de nuestro ser.


3) Antes de cualquier otro paso respetar al pie de la letra los puntos 1 y 2.


Los dos postulados básicos que le permitieron al pueblo japonés reponerse de la ignominia de las dos bombas atómicas, de Hiroshima y Nagasaki, fueron los siguientes:


1) ¿Qué es lo que aún tenemos? O, en otras palabras: ¿Con qué contamos?

2) Con esto que poseemos: ¿Qué podemos hacer?


Sólo la aceptación de las circunstancias como son, por más dolorosas que sean, puede promover tan valiosas actitudes.


Hay un proverbio japonés que reza: Si las entiendes, las cosas son lo que son; y si no las entiendes... las cosas son lo que son.


Cuanto más se intenta forzar un cambio mayor resistencia se promueve, con lo cual se logra lo opuesto a lo que se pretende.


El Padre Carlos Vallés nos recuerda las palabras de Anthony de Melo.


No cambiéis. El deseo de cambiar es enemigo del amor.

No os cambiéis a vosotros mismos: amáos a vosotros mismos tal como sois.

No hagáis cambiar a los demás: amad a todos tal como son.

No intentéis cambiar el mundo: el mundo está en manos de Dios y él lo sabe.

Y si lo hacéis así... todo cambiará maravillosamente a su tiempo y a su manera.


La aceptación abre los ojos, ilumina la comprensión, alumbra el camino, despierta la razón, aguza los oídos, refina el tacto, aclara el gusto, sensibiliza el olfato, sintoniza el corazón, redobla la fortaleza, templa el ánimo, fertiliza la paz, inspira la paciencia y nutre la sabiduría.


Para clarificar aún más la noción de aceptación apelaré a la siguiente imagen: Imagine, amigo lector, que se halla atrapado en una arena movediza. Está allí solo y con la necesidad apremiante de poner a salvo su vida con premura. No hay nadie cerca que pueda acudir ante sus gritos de auxilio y tampoco ninguna rama o algo parecido de donde pueda asirse. Debe salvar su vida. ¿Qué hace?


Si se deja arrastrar por la desesperación realizará movimientos alocados, incoordinados e inoperantes, desplazando de tal modo la arena que facilitará su hundimiento, rápidamente.


Si, en cambio, logra tener autodominio de sí ante tal peligro y sobreponiéndose al temor, consigue relajarse y hacer la “plancha” se mantendrá a flote, indispensable para salvarse. Luego, lentamente podrá ir desplazándose hacia la orilla.


Este autogobierno ante la contingencia adversa, esta capacidad de relajarse y mantenerse a “flote” es equivalente a la capacidad de aceptación y lo que se consigue en nosotros cuando la aplicamos.


Citaré a continuación dos relatos que, con sabia elocuencia, plantean qué es aceptar.


El señor Vishnú estaba tan harto de las continuas peticiones de su devoto que un día se apareció a él y le dijo: –He decidido concederte las tres cosas que desees pedirme.


Después no volveré a concederte nada más.


Lleno de gozo, el devoto hizo su primera petición sin pensarlo dos veces. Pidió que muriera su mujer para poder casarse con una mejor y su petición fue inmediatamente atendida.


Pero cuando sus amigos y parientes se reunieron para el funeral y comenzaron a recordar las buenas cualidades de su difunta esposa, el devoto cayó en la cuenta de que había sido un tanto precipitado. Ahora reconocía que había sido absolutamente ciego a las virtudes de su mujer. ¿Acaso era fácil encontrar otra mujer tan buena como ella?


De manera que pidió al señor que la devolviera a la vida. Con lo cual sólo le quedaba una petición que hacer. Y estaba decidido a no cometer un nuevo error porque esta vez no tendría posibilidad de enmendarlo. Y se puso a pedir consejo a los demás. Algunos de sus amigos le aconsejaron que pidiese la inmortalidad. ¿Pero de qué servía la inmortalidad –le dijeron otros– si no tenía salud? ¿Y de qué servía la salud si no tenía dinero? ¿Y de qué servía el dinero si no tenía amigos?


Pasaban los años y no podía determinar qué era lo que debía pedir: ¿Vida, salud, riquezas, poder, amor...? Al fin suplicó al señor: –Por favor, aconséjame lo que debo pedir.


El señor se rió al ver los apuros del pobre hombre y le dijo: –Pide ser capaz de contentarte con todo lo que la vida te ofrezca, sea lo que sea20.

El siguiente relato cuenta la historia de un hombre de ciudad que se traslada de visita al campo.


Instalado allí le pregunta a un campesino: ¿Qué tiempo va a hacer mañana?

Con humildad campechana le responde: –El tiempo que yo quiero.


En tono despectivo el burgués le vuelve a preguntar: –¿Y usted cómo sabe que va a hacer el tiempo que quiere?


–Muy simple, desde que aprendí que es imposible tener todo lo que uno quiere aprendí a querer todo lo que tengo. Yo no sé qué tiempo va a hacer mañana, pero, sea cual fuere lo voy a querer. Por lo tanto, va a hacer el tiempo que yo quiero.


La aceptación y el insulto


Cuándo estoy recibiendo un insulto: ¿Puedo evitar oírlo y recepcionarlo? Sí puedo, pero es francamente difícil (ver anécdota de Oscar Wilde en el enfoque desde la templanza, p. 135). Más importante que evitar oírlo es no involucrarme con el arrebato del otro. Si me encolerizo empeoro aún más la situación, así que aceptarla tal como es, es una actitud muy sabia.


¡Qué valiosa la actitud de san Pablo ante los Filipenses! Sé disfrutar de una buena comida y sé pasar hambre.


¡Qué bello desafío el que nos propone san Pablo! Que sepamos degustar las cálidas palabras de alabanza y que sepamos aceptar los agravios.


Saber aceptar un insulto no significa concordar con su contenido.


¿Cómo no sentir alegría si uno sabe responder con esta sabia actitud?


Si acepto el problema, tal como es, lograré comprensión.

Si logro comprensión alcanzaré serenidad.

Si alcanzo serenidad conoceré la raíz del conflicto.

Si conozco la raíz del conflicto descubriré su sentido.

Si descubro su sentido tendré mayor claridad mental.

Si tengo mayor claridad mental plantearé mejor el problema.

Si planteo bien el problema desarrollaré nuevos enfoques.

Si desarrollo nuevos enfoques transformaré el conflicto en oportunidad.

Si transformo en oportunidad lo dificultoso habré solucionado el problema.

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