domingo, 26 de diciembre de 2010

NO ME GUSTA QUE ME VEAS ASI

Nochebuena de 2010.
Acompaño a mi padre por los pasillos del hospital de Getafe, en Madrid.  Mientras vamos andando despacio y en silencio, me invaden unas familiares de ganas de salir corriendo de allí.  Siempre me pasa cuando voy a un hospital, no tiene importancia.
Al fin llegamos a la habitación 452.  Allí, reclinada en una cama, está su madre, mi abuela.  Y con ella casi un siglo de recuerdos, historias, vivencias y momentos.
Catalina (así se llama mi abuela) está terminando un postre que parece muy apetecible, con aspecto de bizcocho de chocolate.
Apenas puede oír.   Su voz es mucho menos que un murmullo.  Sus manos, retorcidas por una cruel artritis desde hace más tiempo del que yo puedo recordar, sujetan con poca seguridad un vaso con un par de centímetros de agua.  Su cuerpo se ha secado, acortándose hasta poco más de metro y treinta, si no calculé mal.  Su memoria no es fiable, a veces no podría responder a las preguntas más sencillas.
Y aún así me recordó.  Esa mujer pequeña y sencilla, me miró y me susurró estas grandiosas palabras:
- Hijo, ¡qué pena que me veas aquí!
No es ésta la primera vez que hablo aquí de mi abuela,.  Me fascina su forma de ver las cosas, su sencillez y su claridad de ideas, aunque no sean ideas ni remotamente parecidas a las mías.   Esta vez, sin embargo, sí que lo fueron.
Bromeando, yo le respondí:
- Es que si tengo que esperar que vengas tú a verme, abuela, lo llevo claro…
Pero seguí escuchando su voz y sus palabras durante buena parte de la noche.
¡Qué pena que me veas aquí!
De nuevo, mi abuela tiene razón.  Es una pena que nos toque pasar por semejante trauma.  Porque lo es, no nos engañemos.  Cuando tu vida se limita a que alguien te cambie el pañal; cuando no puedes disfrutar de nada, salvo de los momentos en que no tienes demasiado dolor; cuando tu opinión sobre tu propia vida cuenta menos que la de tus hijos o, por supuesto, menos que la opinión de las “autoridades sanitarias”… en ese momento es una auténtica pena que te vean así.   Es muy triste.
No recuerdo cuánto tiempo estuvimos allí, pero tengo la sensación de que pasaron muchos más minutos que los que yo supuse.  Cuando mi padre y yo nos fuimos, le di un beso y ella quiso darme otro.  En realidad no fue un beso, sino una batería de besos-yaya, de esos besos que sólo te puede dar tu abuela y que me sorprendieron de nuevo, porque ella apenas tiene fuerzas para moverse o para beber agua.  Aun así, los besos tuvieron su fuerza.  Se emocionó.  Sus ojos casi secos y hundidos, se humedecieron de repente.
Me fui del hospital deseando que mi abuela muriese pronto.  Porque en su situación, eso mismo querría para mí.  Porque es una pena que te vean así.  Porque es una pena que te veas así.

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