En España, en la provincia de Valladolid existe una población de origen visigodo llamada Wamba, en honor a un rey que llegó al trono en el año 672. En esa localidad se encuentra la Iglesia de Santa María construida en 1195, y a su lado se encuentran las ruinas de un monasterio, más antiguo aún, que alojó a los Caballeros Hospitalarios de la Orden de San Juan. Entre dichas ruinas se encuentra un osario que alberga las calaveras y huesos de unos mil monjes y tiene una inscripción que reza: “Como te ves, yo me vi, como me ves, te verás. Todo acaba en esto aquí. Piénsalo y no pecarás”.
Con el tiempo, este adagio se redujo a: “Como te ves, yo me vi, como me ves, te verás” y se ha utilizado por siglos de parte de los ancianos para enfrentar la soberbia de la juventud, que piensa que el divino tesoro durará por siempre. Esta confrontación ha sido secular, por un lado ha estado el ímpetu de los jóvenes a cargo de los medios de producción, los ejércitos, la reproducción de la especie y por el otro, la tranquilidad de los viejos que tratan de imponer la sabiduría ganada a través del tiempo. Lo que tal vez ha cambiado es el rango de edad en que se mueven estas dos categorías, a medida que ha aumentado las expectativas de vida de la población, gracias a la mejor alimentación, los avances de la medicina y el manejo de la información para alcanzar una mayor longevidad. En el Neolítico y la Edad de Bronce, la esperanza de vida era de 20 años, en tiempos del Imperio Romano esta era de 25 años, luego en la Edad Media alcanzó los 30 años y al inicio del siglo XX era de 35 años. Actualmente, de acuerdo a cifras del PNUD, se mueve entre 40.6 años en Rwuanda y 80 años en Japón. Nicaragua debe andar, según precisiones de El Firuliche en 68.85 años.
El caso es que ahora, a partir de los 60 años se considera que una persona está en la categoría de Adulto Mayor, que es un eufemismo para etiquetar a los que antes se conocía como viejos, ancianos o despectivamente como rocos o veteranos. Sin embargo, estoy seguro que muchos opinarán que es una clasificación muy caprichosa y en realidad el límite de edad debería subirse a los 65 años. Lo cierto es que ahora parece ser un asunto ya oficial y no hay vuelta atrás, pues aparentemente en Nicaragua ya se aprobó la Ley del Adulto Mayor que supuestamente dará valor a las personas que han cumplido los sesenta abriles y que prohíbe la discriminación activa o pasiva por razones de edad. Otros “beneficios” de la ley son el acceso preferencial en programas de educación, salud, vivienda social y gratuidad en el transporte público en la capital y descuento en el interurbano, así como descuentos en las facturas de electricidad, agua potable y telefonía convencional. Los ciudadanos Adultos Mayores acreditarán su condición mediante un carnet que emitirá el Ministerio de la Familia, lo cual es una inconsistencia pues bastaría con la edad que acusa la Cédula de Identidad para comprobar que un ciudadano ya cruzó el umbral de la tercera edad.
Traigo a colación todo lo anterior, pues recientemente, hace pocos meses, de repente me desperté un día y me di cuenta que de la noche a la mañana me había convertido en Adulto Mayor. Cabe señalar, que al igual que cuando recibí mi título universitario, no sentí ningún cambio significativo, salvo que en aquella ocasión ya podía ser llamado Licenciado con todas las de ley y ahora ya pueden decirme viejo, anciano o roco sin el menor desparpajo. Como dicen por ahí, ya montado en el macho, no queda de otra más que jinetearlo, así que he comenzado a reflexionar sobre los elementos que pudieran considerarse a la hora de diseñar una “línea de base” como dicen los investigadores sociales. Para empezar, podría decirse que en Nicaragua la situación del Adulto Mayor es deplorable pues no cuenta con la protección de ninguna institución estatal y la nueva ley vendrá a convertirse en papel mojado al no contar el Estado con los recursos para aplicarla, aunque podría negociar con la iniciativa privada para que se otorguen importantes descuentos a los adultos mayores, en especial en el precio de las medicinas. Por otra parte, es significativa la discriminación que sufren los ciudadanos mayores a causa de su edad y de las limitaciones que la misma conlleva y será muy difícil erradicar estas actitudes que en algunas ocasiones llegan a institucionalizarse.
Hasta la fecha, han sido pocas las ocasiones que me he enfrentado a situaciones propias de esta edad. En algunos bancos existe una ventanilla especial para personas mayores de 60 años y a las cuales he recurrido un par de veces debido a que la fila normal era numerosa, ante la mirada incrédula de uno que otro cliente. En cierta ocasión que estando en la fila normal, al no haber clientes en la fila de los Adultos Mayores, la muchacha me hizo pasar a esa ventanilla y al decirle que iba a realizar tres transacciones, vaciló diciendo que si llegaba un viejito a la fila se iba a impacientar, sin embargo, cuando miró mi cédula se sonrojó y me pidió disculpas, yo por mi parte le agradecí el involuntario piropo.
Hace poco, mi hijo deseaba comprar un artículo al crédito en La Curacao y su cuenta ya estaba saturada, por lo que me solicitó que lo sacara a mi nombre. Accedí y cuando llevó la aplicación con mi cédula, de entrada le dijeron que yo no era sujeto de crédito pues era mayor de 60 años. Obviamente les mandé a decir que comieran lo que se le unta al queso y fácilmente tendría elementos para acusarlos de discriminación. Esta misma actitud discriminatoria está latente en todos los procesos de selección de personal para cualquier tipo de puesto, en donde en algunos casos de manera abierta se solicitan candidatos que no rebasen cierto límite de edad y cuando no lo anotan, en las políticas no escritas de la compañía existen restricciones para contratar a personas que ya han superado los 45 años.
No son pocas veces que escuchamos en el radio o la televisión a un joven reportero que muy quitado de la pena informa que en determinada calle, un anciano de 55 años fue atropellado por un taxi, a lo que inmediatamente exclamo: -Anciana tu %*$& madre. Otros se atreven a escribir que los ancianos al volante son un peligro para la sociedad, pues ya no saben manejar, no miran ni saben por dónde van. Me dan ganas de retarlos públicamente para un rally entre Managua y Carazo en una noche con neblina en El Crucero, a ver si me alcanzan.
Lo bueno es que ahora que ya estoy al otro lado del umbral, tomo las cosas por el lado amable. Es indudable que tarde o temprano, espero que más tarde que temprano, los achaques de la edad se vendrán en cascada, sin embargo, por el momento debo de admitir que por un lado puedo gozar de los pocos privilegios de esta clasificación, mientras que por otro lado puedo, mediante cierta pequeña dosis de esfuerzo, caminar completamente erguido y con pasos firmes, salvo tal vez en las escaleras, pues me quitaron media rodilla.
El gran consuelo es que todos los arrogantes que hacen gala de su juventud, tarde o temprano tendrán que ir recordando la Sonata de Otoño en Primavera o quizás reflexionar sobre las acertadas palabras de Henri Frederic Amiel: “Saber cómo envejecer es la obra maestra de la sabiduría y uno de los capítulos más difíciles en el sublime arte de vivir”
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