lunes, 24 de agosto de 2009

CARTA DE UN ABUELO.

Abuelos de antes y abuelos de ahora.
Comencemos por aclarar que al hablar de “antes”, nos referimos, globalmente, a la primera mitad del siglo, y al hablar de “ahora”, especialmente a la etapa que abarca de los sesenta a la actualidad.
“Antes” los abuelos muchas veces convivían con los nietos y formaban parte de esa pequeña “tribu” que era la familia extensa. Como las costumbres cambiaban muy lentamente, las pautas que habían servido a las generaciones anteriores, seguían sirviendo, con algunos retoques, a las siguientes. Había rituales firmemente establecidos que se transmitían con mayor o menor convicción, pero con cierta actitud reverencial por el pasado. “Siempre fue así, y es bueno que siga siéndolo”.
Ese criterio aportaba estabilidad y seguridad y contribuía a poner límites a la habitual tendencia al desenfreno de niños y jóvenes. Porque el abuelo era, además de los padres, “alguien más a quien no había que defraudar” y eso, de algún modo, reforzaba la autoridad de éstos, los que, a menudo, les seguían demostrando de por vida bastante obediencia. Hacia arriba y hacia abajo, circulaba una fuerte creencia en las virtudes de una estructuración jerárquica de los grupos, y aunque no escasearan las transgresiones, para unos y otros estaba claro que lo eran, que eran excepcionales y que debían ser sancionadas.
Por otra parte, el abuelo solía ser, en ese entonces, una persona retirada ( ahora diríamos que prematuramente) a “cuarteles de invierno”. Salvo excepciones, a partir de los sesenta años se entraba en una especie de “tiempo suplementario” (especialmente los hombres). Las mujeres, de algún modo – y mientras podían – seguían supervisando la vida doméstica, y enseñando algunas de sus técnicas básicas: lavar, planchar, cocinar, coser, tejer, etc. Pero como las madres, en general no trabajaban afuera, no tenían, salvo emergencias, el rol de cuidadoras de niños que suelen tener hoy.
Rara vez una persona de más de sesenta años estaba “iniciando algo” a esa altura de su vida. Eran el pasado vivo. Suscitaban silencio y unción, como las catedrales góticas, y transmitían algunos significados de la cultura que se mantenían vigentes por la lentitud de los cambios históricos. Si eran extranjeros, como solía suceder, comunicaban, de un modo u otro, una cierta nostalgia por el terruño abandonado y generalmente idealizado, lo que contribuía a darles cierto aire de voceros de algo remoto y misterioso que sonaba a sabiduría, muchas veces sustentada en auténticos mensajes provenientes del acervo popular.
Las cosas estaban “en su lugar”. Los abuelos eran a menudo consultados y respetados, pero no salían a competir en los mismos espacios públicos con sus hijos y mucho menos con sus nietos. Y, para los chicos, su sola presencia como padres de sus padres, aun escuchados y respetados por ellos, representaban un modelos de vinculación interpersonal bastante previsible y contenedor.

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Los abuelos de hoy – con sus particularidades, justamente más numerosas que antes – en general están aún activos, ejerciendo oficios o profesiones, por necesidad o elección, viajando, practicando “hobbies”. Rara vez conviven con sus nietos, pero sin embargo suelen cumplir un papel muy activo como cuidadores, dada la sobreocupación que suele afectar a los padres o la ausencia parcial o total de alguno de ellos.
Su papel, entonces, es menos emblemático y más instrumental. Lo que, por otra parte, estaría bastante a tono con los tiempos. De algún modo, más que transmitir enseñanzas ( lo que afortunadamente siguen haciendo), deben aprender muchas cosas pasa “estar a la altura”, desde el manejo de todo tipo de aparatos, hasta la incorporación de nuevas costumbres y pautas de crianza, que se renuevan aceleradamente.
Ellos pueden contarles cuentos a los chicos, pero ya no tienen el peso de una tradición incuestionable e inexorablemente positiva. El pasado se vuelve más relato y menos monumento. Más palabra y menos piedra. Más continuidad afectiva y menos mandato inamovible. Y eso, sin duda, tiene también su lado bueno: la Historia, ahora, es cada vez más “una historia”. Una de las posibles, y así, del mismo modo, se abren en abanico los posibles futuros.
Es claro que esto aumenta la tensión y la incertidumbre y que para mucha gente resulta excesivo y difícil de controlar. Pero visto desde otro ángulo (lo que siempre es conveniente), no resulta también un excitante desafío? No nos mantiene vivos y atentos? No nos hace vivir más, cuantitativa y cualitativamente hablando? Si evitamos los extremos - que siempre son desaconsejables – no resulta esta realidad fluida, cambiante, polifacética, un estímulo al pensamiento, un antídoto contra el aburrimiento y la depresión? A mí, como abuelo, francamente me gusta más ser este abuelo que soy, que el que fue mi abuelo, dicho con el mayor respeto y la gratitud que le guardo siempre. Siento que ayudo a mis hijos a criar a sus hijos, mientras todos seguimos viviendo. Trato, eso sí, de hacer respetar mi tiempo y mi espacio, la experiencia que he vivido, las cosas que he aprendido, las precauciones que tomo y ayudo a tomar, los cuidados que creo necesarios. Pero de ahí a creer, y hacer creer, que transmito “verdades” hay, realmente, un largo trecho.

Los chicos siguen y seguirán necesitando nuestra comprensión, nuestro cuidado, nuestro afecto, nuestros límites y nuestros relatos. Pero estoy convencido de que no necesitan ya la promoción de ningún paraíso, perdido o propuesto. Creo que, en ese sentido, estos tiempos nos ofrecen una interesante oportunidad de integrar sin absurdas soberbias, la audacia juvenil con las experiencia de los más maduros, (cuando la hay), y, en todo caso, la humildad de unos y otros para buscar juntos un modo más dichoso de vivir.

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