Los viejos, los viejitos, los abuelos, la tercera y hasta la cuarta edad, como quiera que se les llame. Estamos rodeados, aunque no los vemos. Miramos esos cuerpos débiles, algo encorvados, temblorosos, pero no los vemos ni reparamos en ellos y si los tenemos cerca, apenas les concedemos unos minutos de nuestra ajetreada vida.
Es, desde luego, una de las asignaturas aún pendientes de nuestras ricas sociedades occidentales, con su aumento progresivo de población madura. Creamos urbanizaciones artificiales para encerrarles en un mundo artificial, y evitar así que se entrometan mucho en el nuestro, pues nos deprimen, son difíciles, y huelen, además de hablar de un pasado lleno de obstáculos que supieron sortear, batallitas pasadas.
Los anglosajones, quizás por aquello de que no son un pueblo con énfasis especial en la familia como las sociedades situadas más al Sur, han acuñado un término muy curioso, la buena vecina, referida a aquellas personas, bueno especifico, mujeres, (los hombres son un bien escaso en el mundo cuidador y de compañía), que dedican parte de su tiempo a visitar y cuidar ancianos en sus hogares, u hospitales. Suelen estar organizadas por la Asistencia Social local y suponen una inestimable fuente de calor humano para muchas personas en los últimos años de su vida, muchas de los cuales sufren una triste soledad.
Una de las pocas mujeres que ha obtenido el Premio Nobel de Literatura (2007), Doris Lessing, aborda esta épica del alma femenina: el cuidado de nuestros mayores, la disyuntiva del trato social en el que se sitúa a las ancianas que apenas pueden valerse por si mismas, en una sociedad que avanza demasiado deprisa para ellas, que les es ajena, una sociedad de consumo y extremadamente comercial que les vuelve invisibles, donde se sienten seres extraños. Lessing aborda el tema con verdadera compasión y empatía en su libro “Diario de una buena vecina” (1983).
Una de las pocas mujeres que ha obtenido el Premio Nobel de Literatura (2007), Doris Lessing, aborda esta épica del alma femenina: el cuidado de nuestros mayores, la disyuntiva del trato social en el que se sitúa a las ancianas que apenas pueden valerse por si mismas, en una sociedad que avanza demasiado deprisa para ellas, que les es ajena, una sociedad de consumo y extremadamente comercial que les vuelve invisibles, donde se sienten seres extraños. Lessing aborda el tema con verdadera compasión y empatía en su libro “Diario de una buena vecina” (1983).
¿Cambia nuestra estructura mental al acercarnos a la muerte? Se pregunta Janna Somers, una mujer de mundo, liberal, burguesa, directora de una de esas revistas miscelánea de asuntos de mujeres, estilo “Vogue”, “Katiuska” o “Bella de día”. Bien pensado, es Lessing quién se cuestiona profundidades de este calado, colocadas en la percha de esta mujer aparentemente realizada profesionalmente y demás. Y para ello ideó un encuentro muy polarizado. Le puso en su camino una viejecita muy gruñona, sucia, una menudencia encorvada, una bruja de ojos azules feroces, pero de la que emana un algo tierno. Sin saber muy bien por qué, (rectifico, en realidad sí que lo sabe, Janna sabe que tiene una deuda pendiente con su pasado familiar, concretamente con su madre y su marido), se convierte en la única amiga que tendrá la anciana, Maudie, hasta el final de sus días.
Ah, qué malhumor; se me ocurrió que su vitalidad residía en su rabia, no debo, tomarla a mal ni desear defenderme de ella. Así Janna irá conformando un diario en el que da cuenta de esta nueva imposición personal, visitar y cuidar que a Maudi no le falta lo necesario en su desolado y mugriento hogar. No es que Janna se convierta en una buena vecina, sencillamente se convirte en una buena amiga de una Maudi muy apaleada por la vida, que hará que la mundana mujer que es Janna adquiera una profundidad y sentido de sí misma tal, que la hace desplazarse a un nivel de desconcertante humanidad. Una zona de pura vida.
A partir de esta experiencia Janna de repente ve, ve a toda la gente anciana que antes no veía, en las calles, en las tiendas, en el autobús… Son las viejas damas que yo no veía, pero que, después de Maudie, he contemplado avanzar con dificultad por las calles con sus bolsos y cestas….
A la vez que va adentrándose más en el mundo de lo que, intuye, le espera en unos pocos años más, esta elegante e impecable mujer va alejándose de su entorno laboral, sus compañeros de trabajo, su exquisita vida social, y sus horas interminables en la oficina. Ahora con Maudie, y en otros ratos con Eliza o Annie, se desenvuelve en otro mundo, el de la miserable humillación de la ayuda domiciliaria a los viejecitos impedidos, y con ello se hace esponja absorbente de mil y una historias que bien sabrá aprovechar trasladándolas a los libros que escribe, y a este diario particular sin fechas que por momentos también absorbe al lector y le hace recordar que hubo tiempos peores.
A la vez que va adentrándose más en el mundo de lo que, intuye, le espera en unos pocos años más, esta elegante e impecable mujer va alejándose de su entorno laboral, sus compañeros de trabajo, su exquisita vida social, y sus horas interminables en la oficina. Ahora con Maudie, y en otros ratos con Eliza o Annie, se desenvuelve en otro mundo, el de la miserable humillación de la ayuda domiciliaria a los viejecitos impedidos, y con ello se hace esponja absorbente de mil y una historias que bien sabrá aprovechar trasladándolas a los libros que escribe, y a este diario particular sin fechas que por momentos también absorbe al lector y le hace recordar que hubo tiempos peores.
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