
En el corazón de todo hombre hay una semilla fecunda. Cuando germina, la humanidad masculina encuentra una expresión plena: ser papá. Acurrucada tiernamente en el corazón del niño va madurando regada por su fe en la infalibilidad de ese hombre que aún siendo débil lo sirve y cuida, sin otra razón que el amor. Cuando un hombre se hace padre dice en cada gesto: “te quiero porque eres mi hijo”.
La adolescencia con su dolorosa rebeldía no logra sofocar la potencia vital de ese misterioso germen de la vida. Aún en esa perplejidad, el joven espíritu rebelde añora la certeza de su infancia y reconoce en su propia búsqueda la identidad sembrada por su padre. Lo llamará “mi viejo”, “mi cocho”, puede ser que hasta con ese altanero desprecio propio de la edad, pero no podrá jamás esconderse a sí mismo esa herida del corazón que lo une a ese hombre que cooperó para darle la vida. Algún gesto antiguo, algún recuerdo infantil lo asaltará y le dirá que su viejo es, en el fondo, un buen tipo como dice esa canción que hace llorar aún cuando lo sublime esté tan cerca de lo ridículo y en nuestro machismo latinoamericano escondamos el llanto porque “los hombres no lloran”.
Conforme avanza, la juventud será un poco más justa para reconocerle sus méritos. No será ya tanto “el viejo”, “el cocho” sino mi papá, mi padre. Sin embargo el joven reconocerá que son otros tiempos, que su papá no entiende mucho de lo que pasa y él generosamente lo ayudará a ubicarse. El padre generosamente pedirá ayuda y el hijo, joven, fuerte, actualizado, ayudará al que lo ayudó tanto. Y se irán haciendo amigos, hombro con hombro, uno envejeciendo, el otro madurando, se encontrarán para abrazarse, para felicitarse de algún logro: el trabajo, el ascenso, el cartón. Y el viejo dirá orgulloso: “ese es mi hijo”, y se le achinarán los ojos en arrugas de alegría, y reconocerá que valió la pena eso de vivir, de entregar la vida a la esposa, al hijo. Y se sentirá, poco a poco, listo para morir.
Y vendrá la adultez del hijo. Y le tocará ser padre. Entonces será como su padre, recordará esa presencia sólida que más allá de cualquier tormenta permanecía. Recordará y en esos recuerdos encontrará su propia sabiduría. La semilla se ha hecho árbol y ahora es capaz de sostener los más pesados frutos. Y se encontrará a sí mismo diciendo: “te quiero porque eres mi hijo”. Y leerá en su pequeño la fe en su propia infalibilidad. Y se sabrá falible pero sostenido misteriosamente por la fuerza de esa misión que le sale de tan dentro, de tan alto, de tan lejos en el tiempo. Y él mismo será llamado papá. Ese pequeñín le dirá con cada mirada que lo necesita, y su pequeña mano aferrada al dedo paterno será un dulce símbolo de ese misterioso tejido de indigencia y fortaleza que somos los seres humanos.

Y, paradójicamente, cuando ese árbol maduro, ese tronco ahora seco muera y no lo volvamos a ver, cosecharemos una profunda nostalgia, un inmenso agradecimiento. En nuestro lenguaje diario hablaremos de “mi papá” y esa palabra infantil será inexplicable. Nuestros hijos nos mirarán sin entender la hondura de vida que se encierran en ellas. Y volveremos a decir: “mi papá hacía esto y lo otro” y la memoria envejeciendo a su vez se irá a la infancia olvidando lo inmediatamente anterior. Y nuestros hijos nos mirarán sorprendidos y algo de esa sensatez madurada en la bodega de la vida familiar les dará una certeza que nada podrá borrar. Otra vez la dichosa semilla de la paternidad volverá a caer en el suelo fértil de la infancia.

Manuel Rodrigues
No hay comentarios:
Publicar un comentario