El amigo ha de ser como la sangre, que acude luego a la herida sin esperar a que le llamen. F. de Quevedo
Hay
personas que se pasan la vida dando, sea su tiempo, su mano o su
corazón; ofrecen a los demás cuanto creen que puedan necesitar.
No
es que sea una actitud meritoria, como no es virtud ser alto o tener
las piernas largas: el dador lo es por naturaleza. Tampoco se trata,
como se suele pensar, de algo que se haga sin querer nada a cambio.
Siempre se espera un detalle, una pequeña muestra de agradecimiento; una
sonrisa, un gesto de afecto son esperados por quien da. Un poco de
amor, a cambio del amor entregado, ni más, ni menos.
Al
final todos somos personas y tenemos sentimientos entre los que se
incluye el deseo de ser queridos. En realidad todos nuestros actos,
incluso los más generosos en apariencia, esconden la necesidad de ser
notados y valorados por los demás.
Las
personas generosas tienen también una vida y en ella ocurren cosas
ingratas, exactamente igual que en las de los demás y en ese momento son
ellos los que necesitan una mano que les apoye para no caer. También
tienen problemas de familia, de trabajo o de salud que les hunden en la
tristeza y, como el resto del mundo, no pueden salir solos de esas
situaciones. Tal vez incluso les cueste más que a otros porque a fuerza
de dar a los demás y no recibir nada en trueque acaban vaciándose por
dentro y sintiendo que nada de cuando han podido hacer mereció la pena.
Es
cierto también que el pago llega a veces por el camino más inesperado, a
través de aquella persona que apenas conocemos y que nos aprecia sin
saberlo nosotros, pero no lo es menos que la indiferencia de aquellos a
los que llamamos amigos nos hiere mucho más de lo que nos consuela el
afecto de un conocido, seguramente porque a los primeros les
consideramos parte importante de nuestra vida, mientras que a estos
últimos los vemos como “gente que conocemos”, sin más.
El
amigo es una sucursal de nuestro corazón y cada vez que actúa de forma
injusta o muestra desinterés nos seca un trocito de alma. Como dijo Aristóteles, algunos creen que para ser amigos basta con querer, como si para estar sano bastara con desear la salud.
Quien piensa así, peor aún, quien actúa así, hace daño y demuestra ser
menos amigo de lo que quiso hacer creer o supone él mismo.
Claro
que aún hay otro tipo de “amigo” más dañino: el que vive con las manos
tendidas para recoger y gira la vista cuando se le pide. Este último es
difícil de reconocer, porque siempre está cerca. Con una sonrisa en los
labios permanece junto al dador, le gasta bromas, le habla de su afecto y
un día, cuando esa persona que tanto le dió pide ser ayudado, esconde
rápidamente las manos en los bolsillos, borra la sonrisa y se despide
apresuradamente diciendo que le han surgido cosas que requieren su
presencia urgente en otro lugar.
Y
allí queda el otro, solo, con un gesto de tristeza en la mirada y frío
en el alma, sabiendo que nada volverá a ser igual, que no podrá
recuperar la confianza perdida, que
no creerá más en las protestas de afecto que le hagan, que tendrá que
enfocar su vida hacia otra dirección, porque en esta no hay nada para
él.
Encontrará a otras personas a las que amar, pero ya nada será como fue en el pasado, porque las mirará con miedo a que algún día reaccionen del mismo modo y sentirá que ha llegado a un pequeño oasis que se agotará, como se agotó lo que hubo antes.
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