He nacido con energía; he tenido la suerte de tener un padre y una madre que eran full pilas. Mi padre, ingeniero de caminos, fue uno de los descubridores del Boquerón del Padre Abad, y era de los que venía a Lima de la sierra, tenía una reunión y de ahí me decía “vámonos a un cine” o “vámonos a un teatro”. Le encantaban los toros, el box… iba a toros con audífonos para escuchar el fútbol… De hecho, a veces en lugar de gritar ¡Olé! gritaba ¡Gol! —risas—. Mi mami era una mujer muy interesada en el arte, en la cocina, en la decoración; se vestía divino: siempre andaba buscando el accesorio ideal para el conjunto…
Claro. “La marquesita”, le decían, ya te imaginarás. Yo no, porque he sido la mayor, muy unida a mi papá y un tomboy: jugaba fútbol, trepaba árboles… Mi prima Gladys Zender fue Miss Universo, y yo soy un año menor, pero ella caminaba como una reina y yo estaba toda sucia del patio, del jardín, jugando con mis primos. Mi mamá se desesperaba: “¡Hasta cuándo esta chica va a estar en este plan!” —risas—. Entonces, a pesar de que he tenido enfermedades importantes en mi vida, sobre todo el cáncer, he tenido mucha suerte.
A los 33 años. A los dos o tres días tuve una operación radical al pecho. Tenía como once ganglios tomados y era un cáncer agresivo. Me operó el doctor Eduardo Cáceres, una maravilla. Yo veía la cara de todos mis hermanos y mis parientes que me miraban con una lástima horrible.
Sí, a ellos les habían dicho la verdad. Y bueno, se me cayó el pelo, me hicieron quimioterapia… En fin, otros tiempos, pero yo decía “tengo que superar esta enfermedad”, porque mis cuatro hijos estaban chiquitos. Yo tenía 33 años cuando me operaron, era joven y con ganas de seguir viviendo. Tuve la suerte de que me propuse que no me podía morir, y de ahí para adelante. Seguí trabajando, con mis bufets, y, poco a poco, me fui involucrando más.
A mí me encanta la decoración, no solamente me gusta cocinar, y cuando empecé, me desesperaba porque tenía que alquilar una serie de cosas. Por ejemplo, yo quería toldo blanco…
No existía, yo puse el primer toldo blanco. Ya te imaginarás, han pasado tantos años y he puesto tantas cosas nuevas que ya me da risa. “Los toldos árabes de la Guiulfo”, decían, porque ya los bautizaron así.
Lo que pasa es que tengo asistentes y a mi hijo Felipe, que está en esto igual que yo, que se queda, generalmente, hasta más tarde. O a veces yo me quedo en la fiesta, él se va, duerme tres horas y regresa para que yo me vaya.
Hacemos postas. Pero yo soy noctámbula, me siento mejor en la noche que en el día. En la mañana ando bostezando, pero claro, porque me acuesto tarde.
Mira, yo trabajo como una loca todo el día, armo el matrimonio, viene la noche, pongo la mesa de champán y, cuando dejo todo listo como me gusta, voy a mi casa a cambiarme, como a las diez o diez y media. Me ducho, me pongo más elegante si estoy invitada —si no, me pongo algo negro— y llego cerca de la medianoche, cuando recién se ha puesto a comer la gente, y ahí ya me quedo. Te juro que todo el mundo me dice: “Tú no puedes haber trabajado hoy día”, porque se me ve resplandeciente. Claro, me he arreglado, pero a esa hora me vuelvo a sentir bien. Es cuestión de costumbre. Pero en verano no hago esto, porque me gusta irme a la playa.
Sí, un sitio lindo que heredamos de mi papi, adonde hemos ido desde chicos. Ahí tenemos casa todos los hermanos, y ahora mis nietos la pasan bomba. Yo soy feliz de verlos corriendo donde antes han corrido mis hijos.
Son nueve, ya la mayor tiene dieciocho, con lo cual va a Pucusana, pero se escapa para el sur. Los más chicos sí están felices ahí. La pasamos bien. Para mí es un sitio que me trae todos los recuerdos de mi niñez y me enriquece con el cariño de la familia.
Mi papá no, porque yo recién había empezado; mi mamá sí, y estaba feliz de que su hijita se volviera medio famosa —risas—. Aparte que yo le hacía sus tés de cumpleaños, venían todas sus amigas… ¡ya te imaginarás! Encantadoras, como son las señoras, felices de la vida —risas—. He tratado, en lo que pueda, de mantener un vínculo con mis tías, porque siempre es bonito que la familia no se desintegre. Entonces, al morir mi madre, como soy la mayor, he tratado de que se queden juntos todos.
Tengo cuatro hijos: Luis Felipe, que es mi gerente general y el que más trabaja conmigo haciendo las fiestas. De ahí sigue José Carlos, que lleva el hotel Las Arenas, en Máncora, es concesionario de los aeropuertos de Talara, Piura y Tumbes. El tercero, Álvaro, trabaja en Antamina, pero lo “han tomado prestado” en Chile, donde estará por un par de años. Él es mi crítico más pesado, es un dedo —sonríe—. Y el último, Coque, que es el único de nosotros que, en realidad, ha estudiado la carrera. Primero estudió administración acá y después se fue al Culinary Institute of America, en Nueva York, y de ahí hizo sus prácticas en Italia.
Sí, desde chicos me han visto haciendo pedidos, y me ayudaban armando cajitas, poniendo dulces… Hacía competencia entre ellos para ver quién lo hacía más rápido, porque había que entregar las cosas. Abusaba de los menores —risas—.
La Bonbonniere era un sitio al que había ido toda mi vida de chica. La compré antes de la toma de la Embajada de Japón. La tuvimos abierta un tiempo, pero con todos los periodistas que iban llegó un momento en que no se podía entrar… era un pandemonio. La cerramos porque era imposible seguir manteniéndola.
Y no se sabía hasta cuándo duraría, tampoco.
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