jueves, 11 de marzo de 2010

LA DESINTEGRACION DE MI ABUELO

Mi abuelo nació en 1945 en un búnker oscuro, bajo una estación de tren en donde cayeron cuarenta y cinco bombas aliadas de tres megatones cada una, durante media hora. Su primer grito no se oyó, porque supo nacer exactamente durante esa media hora, y al tiempo con su primer grito cayó una bomba grande que le hizo un hueco a la cúpula de lo que fue una iglesia, y ahora es sólo una cúpula con un hueco en las guías turísticas con cielo azul y en alguna película alemana en donde llueve y uno se aburre.
Mi abuelo gritó y pataleó, pero nadie quiso oírlo.
Lo limpiaron, lo lavaron, le cortaron el caucho que lo unía a algo que temblaba debajo de una sábana blanca y lo pusieron en un rincón del búnker, al lado del cuerpo de una madre gigantesca que lo miraba con ojos de vaca, como si fuera él un ternero que no era. Todo mientras otros señores con bigotes estaban muy ocupados en descifrar el gemido grave como el llanto de una ballena que salía de los altoparlantes de la estación de trenes pesando sobre sus cabezas, que les avisaba con cierto grado de precisión el momento en que todo temblaría y el miedo les haría cerrar los ojos y caerían piedritas de las vigas del refugio, y la madre de mi abuelo lloraría un poco más, sonriendo, sin hacer ningún ruido, y mi abuelo le colaboraría, con muchas ganas, las patas separadas y la boca abierta.
Mi abuelo, el pobre, se murió ayer.
Nunca entendió por qué para liberar a los judíos y a los comunistas de los campos nazis, los ingleses botaron bombas sobre la estación en donde mi bisabuela lavaba overoles antes de estar preñada, si precisamente los ingleses no eran comunistas y precisamente mi bisabuela era comunista, y aunque nunca llegó a ser judía, le caían bien los que vivían en los áticos de los almacenes del barrio obrero.
No me liberaron de nada, los ingleses, decía mi abuelo, sólo me liberaron del vientre de mi madre y de comer las tres comidas del día durante cinco años. Lo decía muy serio, y después soltaba una de esas carcajadotas alemanas que siempre están dirigidas a ninguna parte y nunca tienen eco, tampoco en los nietos.
Tal vez por eso se negó a ir a Londres, mi abuelo. Se negó a ir incluso cuando un jefe más gordo que él, el dueño de la compañía de Yunques, lo amenazó con mandarlo a Las Indias, que así le decían los alemanes a América del Sur porque la del norte sí era América, si no se iba a Londres a vender yunques, inmediatamente. Él respondió que inmediatamente Inglaterra no se merecía ni siquiera los yunques de la compañía, y afortunadamente no le entendieron el sarcasmo a mi abuelo, porque si no nunca lo hubieran mandado a administrar una mina de oro abandonada en lo más hondo de la selva del Brasil, que en ese entonces sí era lo que uno se imagina cuando uno no es intelectual y le dicen: Brasil.
Y si no se hubiera ido a la selva, que era tan húmeda como para que mi abuelo tuviera que limpiar todos los días su cuchillo bávaro y su escopeta de cazar conejos de un hongo verde y pegajoso que se adhería por las noches, mi abuelo no se hubiera hartado de limpiar cuchillos y escopetas y matar zancudos y de no entenderles ni una palabra a los negros brasileños que siempre se reían de él antes de hablarle, y después de hablarle se reían más y con más ganas. Porque si todo eso no hubiera pasado, mi abuelo no hubiera cambiado su vestido de cazador de leones que le quedaba estrecho y sus botas de caucho por un sombrero de paja y un vestido de hilo, y no le hubiera escrito al dueño de los Yunques diciéndole lo que pensaba de los yunques y de los negros brasileños y de los ingleses, y no hubiera emigrado a un pueblo que parecía sacado del sur de España y puesto en esta tierra nueva. Aunque mi abuelo nunca había estado en el sur de España, ni en el norte tampoco.
No habría tampoco conocido la meseta roja y más hermosa que mi abuelo iba a conocer y de la cual no volvería a salir hasta el día de ayer, cuando salió acostado en un cajón negro, sin decir una palabra, muerto, sobre un caro jalado por bueyes, con los ojos bien abiertos y los pies apuntando a otro pueblo parecido pero en cuyo cementerio no se pudría ningún inglés muerto en 1952, junto al que mi abuelo se negaba a acostarse.
Nunca hubiera conocido a mi abuela tampoco, que entonces era una gordita linda pero elegante, a la que mi abuelo tuvo que cortejar durante cinco años hasta que su padre, el de ella, lo dejó acercarse. No por el cortejo de alemán, que consistía en hacerle visitas y sudar frente a ella y ponerle óperas de Wagner en el megáfono, sino porque para entonces mi abuelo era casi el dueño de una fábrica de cemento que él mismo había hecho con sus manos y con las de Plinio, un tipo que conocí ayer en el entierro y que todavía puede estarse cinco minutos sin respirar, muy serio, y puede tomarse un petaco de cerveza en media hora.
El mismo tiempo que se demoró el bombardeo mientras nacía mi abuelo.
Pero al fin se pudieron casar. Porque mi abuelo ya era el dueño de toda la fábrica. No hubo oposición al matrimonio, afortunadamente, porque si la hubiera habido, mi abuelo habría acabado comprando también la casa y las sillas y la cama en donde yacía el pobre viejo tísico de su suegro, que no hubiera podido seguir venerando con rezos susurrados sus reliquias de la Independencia desde el lecho de muerte.
Precisamente a los diez días de haberse muerto el viejo, y a pesar del escándalo que quisieron armar viejas más viejas, mi abuelo, de común acuerdo con la hermana mayor de mi abuela, y con el cura del pueblo a cambio de una limosna pagada en cemento, y con Plinio, que preparó una fiesta con más carne asada y cerveza de la que nunca han visto en Berlín, se casó con mi abuela en la iglesia mayor, con botella de vino dulce, arroz que caía entre los rayos de sol, música de cobres, niñas bonitas, hombres que llegaban a caballo y treinta voladores que explotaron sobre las cabezas y a mi abuelo le acordaron de algo.
Así fue la historia de mi abuelo, que se murió ayer.
Porque lo que vino después fue mi mamá, de la que no hay nada que contar. Que emigró a Bogotá, grande y pobre como todas las ciudades grandes y pobres, y se casó con mi papá, que era un importante vendedor de cafeteras a domicilio como todos los vendedores a domicilio, que se dedicó a cocinar mermeladas en una casita pobre pero honrada en un barrio de clase media bastante media, en un barrio de periferia gris, y que cuando hizo suficientes mermeladas y mi padre vendió suficientes cafeteras, nacimos mis dos hermanas mayores, que ya están casadas y preñadas, y yo, que nunca voy a estar preñado y que nunca he querido vivir en esa ciudad y que nunca había escrito una palabra hasta estas palabras que quiero escribir sobre mi abuelo que se murió ayer, el pobre.
Exacto.
Entonces: Ayer se murió mi abuelo.
Yo estoy en este momento sentado en el penúltimo asiento de un bus oxidado, procurando escribir entre bache y bache, respirando hondo en cada curva que me acerca a la finca en donde mi abuelo fundó su fábrica de cementos. En vez de estar volviendo a la ciudad grande y fría, a una casa en donde una señora gorda se empeña en hacer mermeladas de moras negras mientras entierran a su padre en el pueblo más lindo del mundo; negándome a volver a una casa a la que mi papá a esta hora no ha entrado todavía. Mi papá, el pobre, que ya no vende cafeteras pero ahora trabaja en un banco, que es mucho peor porque cuenta todo el día la plata que otros se van a gastar en todo menos en cafeteras.
Otra aclaración. Yo soy comunista. Comunista de verdad. Y en este bus declaro que nuca más vuelvo a esa ciudad. Que aquí me quedo. No en el bus, pero sí en este pueblo y en esta finca que sin mucha dificultad voy a heredar convenciendo a Plinio de que nos tomemos un petaco juntos, aunque tal vez a mí me toque comprar unas cervezas por fuera del petaco, y aunque tal vez a Plinio le dé por gritar Viva El Partido Liberal y blandir machete en la calle.
Me gusta este pueblo.
Y voy a seguir haciendo lo que hacía en mi barrio, en Bogotá. Falsificando papeles para todo tipo de vueltas burocráticas, que son iguales en cualquier parte del país, y aquí además me voy a falsificar un buen título de Arquitecto, y voy a ser el único arquitecto de este pueblo de campesinos más buena gente que todos los vecinos que yo he tenido en mi vida, y voy a prohibir, como arquitecto titulado en la Universidad de Roma que voy a ser, que se tumbe ninguna casa de este pueblo o sus alrededores, o que se construya ninguna. Y punto.
Sólo casas viejas.
Por orden del gobernador, mediante decreto que yo también voy a falsificar y le voy a hacer llegar al alcalde después de una llamada con voz de gobernador.
Así estamos pues.
Lo que me llevó a escribir estas palabras, entonces, además de la historia de mi abuelo, de la aburrición de mi papá, además de mis planes para el futuro, fue precisamente mi abuelo mismo. Su cuerpo, además de su historia. Su presencia. Su presencia y la vida que produjo alrededor cuando estuvo vivo; y, cómo no, también el alboroto que causó su presencia, dura como una piedra, una vez que a su cuerpo le dio por morirse.
De mi abuelo muerto voy a decir algo, pues, cómo no: de su entierro, que fue como otro chiste de mi abuelo vivo.
Me gustó muchísimo el entierro de mi abuelo, mucho. Hombre, sí. Al principio fue aburrido. Con el cura ese, antes de la peregrinación, en el pueblo, recordando cada detalle de una donación en cemento que significó el resurgir de su parroquia y la importancia que adquirió frente a otras parroquias, que también tenían una ayudanta bajita y gorda y musgo entre los ladrillos del piso y techo de zinc con goteras. Eso aburrió.
Pero no aburrió nada el cajón de mi abuelo.
Negro, pesado, sobre la tierra roja de la calle.
Y mi abuelo ahí acostado adentro, viendo todavía las nubes sobre el cielo azul al otro lado de su vidriesito bien limpio, con sus ojos grises.
Así hubiera querido verse a sí mismo, si hubiera podido venir a su entierro.
Duro, con los brazos ordenados a ambos lados del cuerpo, riéndose todavía, porque se murió en la mitad de otra carcajada sin eco, seca, que soltó en la mitad de la noche, en la mitad de la cama doble. Mi abuela no pudo oírlo, la pobre, porque mi abuela está muerta y enterrada hace quince años.
Me dicen, los que saben, que tomaba mucho mi abuelo. Yo lo entiendo. En eso también somos iguales. Además de ser ambos comunistas. Y además de llamarnos Peter Lübeck, porque aunque entre mi Peter y mi Lübeck haya un Martínez, somos casi lo mismo. Éramos. Altos, gordos, de pelo negro y nariz grande y ojos verdes.
Ambos de pasos largos.
Y ambos de voz gruesa. Mi abuelo decía antes de morirse que cuando él era joven y no había vendido ningún yunque ni había hecho ningún hijo, era capaz de romper copas de cristal llenas de champaña, con sólo llamar al mesero del restaurante. No creo que haya nunca entrado a un restaurante en Berlín, mi abuelo, pero lo de los vasos, sin champaña, se le puede creer. Tenía un pecho como de vendedor de yunques y una sonrisa de más de siete dientes y unos bigotes negros y gruesos y unos ojos chiquitos que le arrugaban toda la cara cada vez que se reía.
Pero yo estaba diciendo cuánto me gustó el entierro.
Acabó de hablar el cura. Una señora gorda, morena, de labios gruesos, que sudaba debajo de su monumental descote de luto, entró en un ataque de llanto tal que las flacas señoras elegantes tuvieron que carraspear hasta atorarse en su tiza. Y Plinio, que ya estaba un poco borracho, se llevó a la señora forrada de negro detrás de un guayabo que hay junto a la capilla, y le dio un trago de aguardiente y la puso a mirar: el cañón lejano, las nubes blancas lamiendo la otra pared de la cordillera. Y si no es porque el cura lo llamó directamente por su nombre, Plinio, ahí se quedan. Mirando las nubes.
Bueno, pues lo mejor fue lo que vino después. Aparecieron por una calle de piedra por donde apenas cabían, por donde las barrigas de cuero y pelos rozaban las fachadas de las casas más elegantes, dos bueyes monumentales. Dignos de mi abuelo: negros, con cachos gruesos, con collares negros por su muerte.
Me lo pude imaginar antes, a mi abuelo, parado junto a esos bueyes, acariciándoles el lomo. Pero no les acarició nada, se quedó muy quieto en su ataúd. Y yo entiendo. Con ese cielo, y ese olor del río oliendo a lo lejos, a monte y a hojas de tabaco secándose al sol, mejor estarse quieto.
Yo estuve solo, todo el tiempo.
Pero no tan solo. Porque como si yo no fuera yo sino mi abuelo, se me fueron pegando en la caminada de un pueblo al otro las amigas de mi abuelo. Que eran muchas. La de la carnicería, con su marido; la de la farmacia, con su papá; la de la plaza de mercado. Y todos caminamos durante media hora detrás de la carreta jalada por los bueyes.
Pero nosotros no sufrimos.
Sudamos, eso sí, y nos cogimos de los codos en las subidas, y vigilamos a una viejita que juraba entre sollozos que había alzado a mi abuelo cuando él no sabía decir ni mu. Los hombres más jóvenes iban más atrás. Hablando de problemas de la siembra de piña, de las herraduras de los caballos, de un incendio en el canei.
Plinio sólo era: iba, venía. Avisándole a mi abuelo antes de cada hueco, riéndose con el cura cuando él le decía que los muertos no oyen, y era como si el sol o la sonrisa de mi abuelo les hiciera reírse a los dos. Contándome anécdotas de las elecciones con mi abuelo, de los primeros días de la fábrica, de un asado de señoritas en el río, al que se metió mi abuelo sólo para dárselas de muy valiente y nadar hasta el borde del cañón, hasta donde el río desaparece y cambia de clima, para salvar una mantilla bordada de mi abuela, que sólo era una gorda linda.
Bonito. O no.
Cómo para que un periodista de esos europeos haga una película. Pues sí.
Y entonces aquí estoy yo.
Plinio ya se quedó dormido.
El señor que maneja el bus es un médico. Un médico antiguo. Casi alquimista. Es el que de verdad era el mejor amigo de mi abuelo. Ya me prometió que me daría sus discos y sus libros sobre el comunismo.
Cuando lleguemos a la finca.
Yo también me dormiría si pudiera, pero me da pena con el señor que maneja. Además el señor no se puede quedar solo en esta carretera, que de pronto se duerme y nos vamos todos a acompañar a mi abuelo. Y esa tampoco es la idea.
Lo mejor del entierro fue el final. Al final lo sacaron entre cuatro hombres del carromato. La de la plaza del mercado se acercó, agachó sus pechos y le dejó sobre la tumba un ramo de flores. Le llevó un beso con los dedos, desde su boca de dientes blancos hasta la boca de él, que siguió riéndose al otro lado de su vidrio ya frío.
Y ahí lo dejaron bajar. Despacio, rechinando las poleas sobre la tierra roja, debajo del cielo que hervía, debajo de todo ese azul. Cuando el peso negro se apoyó en el fondo, pasó una bandada de tórtolas.
Plinio se puso la mano en el pecho y gritó.
Hasta Luego, Don Lübeck.
Y el silencio de viento que vino después fueron las paladas rojas en el azadón de los dos campesinos que supieron lo que tenían que hacer, con esa caja negra tocando el fondo de la tumba. Que lo hicieron.
Y yo también lloré un poco, imaginándome lo que lloraría su mamá, la de mi abuelo, si lo viera aquí, hundiéndose en esta tierra roja.
Cuando salimos del pueblo sólo había un radio prendido en una cantina, en la única, vacía. Yo le dije a Plinio que si me daban la finca, él se quedaba con las gallinas.
Ahora el bus se mece. El hombre va a parar aquí. Suenan las chicharras. El viento es tibio. Están ladrando los perros, tal vez creen que el que viene es mi abuelo.
Pero mi abuelo se murió, hoy mismo,
en la cama.
El que viene soy yo

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