… El hombre siempre se queda solo. Y Yasujiro Ozu nos los explica con
dos escenas sencillas dentro de la complejidad que subyace en su fondo.
En las dos, un hombre viudo (Chishu Ryu con un rostro que cuenta
historias), después de haber casado a su hija, le espera la soledad por
compañera. En una lo dice todo con el rostro y ese cuidado que pone en
pelar lentamente una manzana mientras su cabeza se agacha. En la otra el
tormento es más largo, llega después de haber bebido mucho, canta
frente a la mesa ante otro vaso más. Después se pone en pie, ya ha
constatado que está solo y lo dice a quien quiera escucharle (en este
caso un hijo adolescente adormecido y molesto por la actitud del padre) y
se va a oscuras por el pasillo, como pidiendo intimidad al espectador, a
la cocina y le vemos al fondo como se sirve otro vaso… en soledad.
Entre Primavera tardía y El sabor del sake (su
última película) han pasado algo más de diez años y Ozu ofrece pequeñas
variaciones sobre un mismo tema entregando dos películas bellas sobre lo
que significa el paso del tiempo, la vejez, la soledad… y otros muchos
temas (como las relaciones entre padres e hijas) que van surgiendo de la
placidez de sus imágenes y cuidadas composiciones. Y éste ha sido mi
estreno en la filmografía prolífica de este director japonés. Y no podía
haber sido más hermoso. Así que esto promete un visionado de más obra
del director y por tanto una buena porción de descubrimientos.
Lo que más me ha gustado ha sido que frente la sencillez de sus
propuestas y argumentos subyacen muchos temas complejos. En ambas un
padre se ‘sacrifica’ por encontrar un buen esposo a su hija en edad de
casarse pensando que es una forma de que pueda vivir su propia
existencia. Y pensando que el que se quede a cuidarle, a la larga será
una condena. Piensa que es mejor no obligarla a la soledad del padre y
convertirla en una mujer solitaria, amargada y soltera. En El sabor del sake vemos el futuro de la joven de Primavera tardía
si se hubiera quedado para siempre al cuidado de su padre, en la figura
del viejo profesor al que llaman Calabaza absolutamente solo y en
compañía de una hija amargada e igual de solitaria. Pero no todo es tan
sencillo: ¿les espera a ambas hijas una vida mejor en un matrimonio
concertado… en el que sale de la casa de un hombre para meterse en la
casa de otro, su esposo? El negarse a seguir la tradición y preferir la
felicidad ya conocida (que es cuidar al padre en una y en la otra al
padre y el hermano adolescente) ¿no es un acto de rebeldía? Tanto el
padre como la hija sucumben a las presiones sociales y familiares.
Aquellos que les rodean ‘obligan’ de alguna manera a poner fin a una
cotidianeidad que les hace felices a ambos. Por otra parte las dos
jóvenes protagonistas renuncian al amor por llegar demasiado tarde (los
chicos que les gustan se han comprometido ya) y dan el paso de casarse
con cierta incertidumbre y con dos hombres de los que no están
enamoradas. En Primavera tardía, no obstante, la mejor amiga de
la protagonista le da la posibilidad de otra vida si fracasa el
matrimonio. Ella misma se casó y se divorció. Ahora vive sola, con su
hijo y trabajando… y vive bien.
Las dos presentan además un Japón que se encuentra en una era de
cambio después de la Segunda Guerra Mundial. Donde las tradiciones más
ancestrales se unen a la modernidad y a la entrada de la mirada
occidental. Y eso se ve en las vestimentas de los personajes o en los
detalles de sus hogares o en el mobiliario urbano. Las dos películas son
íntimas, de interiores, con diálogos sencillos donde se dice mucho más
con una mirada, una sonrisa o un silencio.
Siempre se menciona la guerra como un momento duro, doloroso y se
habla de la derrota no con odio sino con una especie de resignación e
incluso con bastante sentido del humor (sobre todo en El sabor de sake
y el encuentro del protagonista con un hombre con el que combatió que
imagina cómo sería el mundo si ellos hubieran ganado… y deciden que
mejor está tal cual). También se ven las diferencias generacionales
entre los más jóvenes y los más mayores y el choque entre las
tradiciones más antiguas y el paso a otras más nuevas. Y las nuevas
formas de entender las relaciones que van cambiando así como la entrada
de la vida moderna reflejada en los medios de transporte que agilizan la
vida como el tren o los electrodomésticos en los hogares (la nevera, la
plancha…).
Yasujiro Ozu apenas mueve la cámara y muchas de sus escenas, sobre
todo en la intimidad del hogar, las vemos desde una perspectiva
diferente, desde el tatami. Esto provoca una disposición diferente en
los hogares o restaurantes, una manera distinta de acomodarse, donde las
alturas son diferentes. Y por tanto no se mira igual… El director
japonés cuida las composiciones de manera extrema y cuida el detalle
creando imágenes de gran belleza. No realiza fundidos sino que muestra
escenas de transición de plantas que se mueven por el viento, de
chimeneas de las fábricas, de luces de neón o de naturalezas muertas.
Ozu tiene su forma de mirar y contar, de narrar. Emplea también de
manera especial la elipsis, en ninguna de las dos vemos cómo la hija
conoce al pretendiente propuesto ni tampoco la boda.
Lo que sí nos regalan ambas es el último momento entre padre e hija.
Cuando a éste le avisan de que ella ya está arreglada y preparada como
novia, vestida a la manera tradicional. Y son dos escenas de infinita
ternura, tristeza y melancolía… donde no sabemos realmente si los
personajes serán realmente más felices al haber cedido a las presiones
del entorno…
No es mala manera de empezar a conocer a Ozu con el visionado de esas
dos películas. Una en blanco y negro con imágenes tan poderosas como
dos bicicletas solitarias y la otra en un color cuidado y especial donde
las líneas de las vías de un tren o de las puertas de una casa forman
composiciones que relajan al espectador que plácido mira cómo la vida
pasa, cambia y se transforma… con pequeñas pinceladas, pequeños matices.
Y ahí esta siempre el rostro de Chishu Ryu de sonrisa dulce y
melancolía innata.
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