viernes, 15 de julio de 2011

DIRECCIÓN RECTA Y CORRECTA AL CORAZON

Dirigir es orientar a los demás y a mí mismo hacia metas prefijadas. No obstante, dada la debilidad humana, desde el cansancio hasta la propensión a desviarnos para lograr otros objetivos que se oponen a la consecución de esas metas, es preciso afirmar que por lo común dirigir implica, casi inevitablemente, la acción de corregir. El trabajo de las organizaciones no es por lo tanto sólo un trabajo dirigido, sino también corregido. No suele darse una dirección meramente recta, sino una dirección también correcta, es decir, corregida.
En efecto, la conducta humana decae con facilidad porque la voluntad y el entendimiento no se desarrollan sin influencias extrañas. La conducta se encuentra igualmente interferida, para bien o para mal, por los sentimientos, afectos, pasiones, emociones.., como bien ha sido estudiado desde antiguo por la antropología filosófica.
DECIDIR Y VOLVER A DECIDIR
Las relaciones entre la dirección y la corrección fueron objeto de disputa filosófica de importancia entre Vázquez y Juan de Poinset. Vázquez peca de un excesivo racionalismo afirmando que, una vez bien ponderadas todas las cosas y las dificultades que pueden provenir, es necesario decidir una sola vez, firmemente. La voluntad así impulsada no tiene otro curso que el de seguir hacia la meta independientemente de los obstáculos que se opongan, los cuales ya habrán sido previstos en aquella decisión. Juan de Poinset, por el contrario, es más realista al afirmar que las dificultades pensadas previamente en la decisión son completamente diversas de los tropiezos con que podemos encontrarnos en la acción real, porque ellos sí son reales. Por tal causa, el hombre que ha decidido antes tiene que volver a decidir frente a obstáculos distintos de aquellos que consideró en un principio. Esa decisión nueva puede impulsar, atemperar o modificar las decisiones anteriormente tomadas. Estos últimos actos son co-rrección de la di-rección decidida. En cierto modo, dirección y corrección se identifican como también se identifican el dirigir y el regir.
CÓMO CAMBIAR DE CONDUCTA
El pensamiento occidental desde hace dos mil 500 años ha pensado, con paciencia, los modos con que cuenta el hombre para cambiar su comportamiento propio y el de los demás. Si nos atenemos a lo que dice Reyes Carrasco, estos modos serían los siguientes:3
• El lenguaje: hay que decirle a las personas lo que hacen bien y lo que hacen mal.
• El reforzamiento selectivo: modo psicológico eufemístico de nuestro usual premiar y castigar. Cuando una persona se comporta como es debido debe ser ratificada con un premio y cuando no lo hace así, con un castigo. Premio y castigo serían reforzamientos psicológicos que el hombre tendrá en cuenta al ejercer sus diversas conductas.
• El ejemplo: la persona que desea que los demás se comporten de una determinada manera debe comportarse del modo que desea para los demás. Un intento de cambio de conducta, que no venga precedido por la conducta propia, resulta ineficaz, si no es que contraproducente. Este importante punto se tratará más abajo.
• La expectativa o especulación: las personas suelen comportarse, por una especie de comunicación telepática, de acuerdo con las esperanzas de conducta que su jefe o sus colegas prevén respecto de ellos. Si se espera que una persona se comporte adecuadamente es muy posible que así sea; en cambio, si se prevé que lo hará con errores o fallas, se darán precisamente esos fenómenos. Esto fue mitificado con el caso de Venus, escultura hecha por Pigmalión con tal perfección que quedó enamorado de su obra con el intenso deseo de que se convirtiera realmente en mujer, como así aconteció.
También se hizo realidad, desgraciadamente, en los años treinta en la crisis bancaria de Estados Unidos. El público empezó a pensar que los bancos se encontraban en malas condiciones (lo cual no era en modo alguno cierto) y al retirar su dinero de los bancos, logró que éstos no solamente se encontraran en malas condiciones, sino también quebrados.
• La participación: El corrector busca que sea el propio corregido el que acierte a ver sus defectos o limitaciones, y haga un esfuerzo para corregirlos o tenerlos en cuenta.
• Retroalimentación de los resultados o reafirmación: el modo más efectivo sin duda (salvado quizá el tercero), es dar a conocer al interesado los frutos nocivos o favorables de sus acciones. Lo que los norteamericanos llaman feedback y nosotros traducimos de un modo no del todo acertado como «retroalimentación», resulta inevitable si deseamos que las personas que trabajan con nosotros ajusten su comportamiento a lo verdaderamente deseable. Cuando la conducta que debe cambiarse es negativa, el feedback toma el nombre de corrección.
CORRECCIÓN Y AMISTAD
El acto de corregir se suele englobar en los estudios antropológicos como una de las relaciones de amistad característica. Se dan en general tres modos de amistad:
• Amistad de necesidad o desiderativa, que reside en el deseo de obtener del otro aquello que yo necesito. Es la forma mínima de amistad, que puede incluso «cosificar» a la persona: la utilizo como una cosa o instrumento. El dominio y la posesión de una persona se encuentran dentro de este género de relación «amistosa».
• Amistad de reciprocidad, que consiste en la entrega al otro bajo la condición de tener al menos la conjetura de que esa entrega será mutua; en lugar del siderium se da solamente la reciprocatio. Tales serían, por ejemplo, las relaciones entre compañeros y amigos que buscaran intercambiar, acompañarse, compartir, etcétera.
• Amistad de dádiva, que reside en la búsqueda del bien para el otro, aunque (y aquí se diferencia de la amistad de reciprocidad) el otro no se me entregue mutuamente. La antropología clásica señala entre las relaciones efusivas o de dádiva algunas como agradecer, dar, darse, enseñar, corregir, perdonar, comprender y acoger.
En un ejercicio hecho en el área de Factor Humano IPADE Bussiness School con 200 directores generales de empresa mexicanos, para sorpresa nuestra, entre las diversas modalidades de la relación de dádiva señaladas, las personas objeto de la encuesta dijeron que aquel aspecto en el que deseaban una mayor mejora dentro de la relación de dádiva era precisamente el de corregir. Esto encierra mucho interés porque presenta en cierto modo el meollo de los proyectos del empresario, supuesto que la empresa es, a fin de cuentas, una prolongación o redundancia del modo de ser de aquel. Para los empresarios encuestados, el camino preferente para avanzar en el amor de dádiva es el de corregir. No nos cause extrañeza: la muestra suprema de amistad es querer la superación de la persona, esto es, querer el bien para ella. Repetimos: dirigir o regir es corregir. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que, entre las otras relaciones de dádiva, tal vez la de corregir no es la que reporte de inmediato una mayor satisfacción al individuo; puede causar molestias y conflictos hasta llegar a perder la amistad («quien dice las verdades pierde las amistades»). Tal vez por ello los empresarios mexicanos –y el que escribe lo es– debido al natural deseo que todos tenemos de quedar bien (y quedar bien ante los subordinados), somos deficientes en el cumplimiento de este deber directivo ineludible que es el de corregir. Puede decirse sin equivocación que el know how de estas relaciones personales es más difícil y más imprescindible que cualquier know how técnico.
Se nos ha dicho que la dificultad de corregir en nuestro medio viene acompañada por el hecho de que la persona a la que corregimos «se siente» por causa de la misma corrección y no queremos trabajar con personas «sentidas». Parte de nuestras disquisiciones posteriores se referirán precisamente a la necesidad de corregir sin que el destinatario «quede sentido». (No queremos decir ahora que la corrección consista en que la persona no «se sienta» ante las dificultades y que comprenda que las relaciones interpersonales no siempre son satisfactorias).
IMPORTANCIA DE LA TRANSFORMACIÓN
Hemos dicho que uno de los menesteres directivos es la formación de las personas que el líder tiene a su cargo. La formación puede consistir en avanzar en la línea del desarrollo que ya se está emprendiendo o bien transformar la acción que se realiza y la persona que la lleva a cabo.
Tradicionalmente, los estudios de las relaciones humanas en la empresa han hablado de cuatro modos de referirse a las personas que la componen.6
1. To Transform
2. To Transfer
3 To Tolerate
4. To Tire
A fin de que un subordinado rinda al máximo –si no lo hace ya–, el primer paso consistiría en transformarlo para que su trabajo sea más efectivo.
Si esto no se hace en el puesto que actualmente desempeña, habría que buscarle un puesto adecuado transfiriéndolo de aquel en que ahora se encuentra.
Si aun después de esta transferencia los resultados no fueran óptimos, habría de adoptarse una postura de tolerancia. La tolerancia es un acto ignorado usualmente en los directivos de la organización. No significa simplemente hacerse de la vista gorda. Tolerar en términos tradicionales consiste en permitir –no aprobar ni prescribir– algún mal con el objeto de que su prohibición no genere males mayores. Se ve claramente que este concepto de tolerancia no se encuentra vigente en el medio cultural contemporáneo. Para muchos, tolerar es lo mismo que consentir o transigir. Aquí se trata de algo distinto: tolero determinadas deficiencias de un subordinado, para no tener que prescindir de él, puesto que tiene cualidades de mucho mayor valor que aquellas limitaciones.
Si llega un momento en que la tolerancia de los errores del subordinado en cuestión tuviera mayor peso que las aportaciones positivas, tendré que pasar al siguiente y último modo de relación: terminar. El terminar tiene también una especificación concreta respecto de la persona de la que tenemos que prescindir. Debemos hacerlo de tal manera que queden claras las razones de esta ruptura de contrato. Una de estas razones va precisamente en beneficio del resto de las personas que componen la organización: por mantener a una persona disfuncional podemos hacer una injusticia con todos los demás compañeros suyos, ya que la institución se deteriora.
Por nuestro lado, de manera modesta, hemos modificado ligeramente estas cuatro relaciones, ampliándolas a seis:
1. Tamiz: antes de contratar a una persona para el trabajo de una organización, debemos acudir al tamiz de una aquilatada selección, para que no lleguen personas que ya de principio no deberían estar ahí. La palabra tamiz, con lo que implica de pasar por un cedazo, ha sido cuidadosamente elegida. La selección ha de caracterizarse por su especial finura, dejando afuera aquellos que no cumplen el perfil que necesitamos.
2. Transformación.
3. Transferencia.
4. Tolerancia.
5. Tarjeta amarilla o amonestación: esta analogía futbolística resulta, sin embargo, importante. Aunque son muchos los directivos que omiten este elemental punto de trato con sus trabajadores, la persona que no se comporta debidamente en la organización tiene el derecho de ser advertida de sus errores e ineficacias y de que en caso de persistir deberemos terminar su contrato de trabajo. Este es un modo de transformación al que se le aplica el antes dicho reforzamiento selectivo. Se trata de la amenaza de un castigo.
6. Terminar.
TODO ESTÁ EN EL MODO8
Toda corrección entendida como modo de ayuda al desarrollo de los demás y particularmente la corrección que se refiere a aspectos negativos de la persona es, por lo que venimos diciendo, una necesaria tarea de la dirección. Son muy pocos los directivos que saben hacerlo, aunque se trata de un punto clave para conducir adecuadamente las organizaciones. En una corrección bien realizada deben tenerse en cuenta tres elementos constitutivos: posibilidad de actuar, intelección y aceptación.9
1. Posibilidad de actuar
Antes de llevar a cabo una observación correctiva se debe pensar con mucho detenimiento si aquello que deseamos modificar en el destinatario es, como he oído acertadamente a Ernesto Bolio, una limitación o un defecto.
• Defecto y limitación. Llamamos limitación a aquella carencia del individuo que no se encuentra en sus manos remediar. No siempre ocurre lo de «querer es poder». De poco o nada servirá que una persona, gracias a mis estímulos, llegue a querer corregirse, ya que además de quererlo debe poder hacerlo.
• Corrección de los defectos. Lo anterior significa que antes de ejercer un acto de corrección no sólo se encuentre en la inteligencia del destinatario entender las limitaciones, ni en su voluntad el querer corregirse, sino tener la capacidad real de hacerlo. Advertir a una persona que es constitutivamente tartamuda, calva o de baja estatura, no sólo puede resultar inútil sino contraproducente. Otra cosa será si el individuo ignora esas limitantes congénitas y quiere, por ejemplo, monopolizar el cargo de maestro de ceremonias porque no es consciente de lo desagradable de su tartamudez. En tal caso no estaríamos ejerciendo una corrección, sino sólo proporcionándole conocimiento de sus limitaciones.
• Convivencia con las limitaciones. Viéndolo bien, el hecho de la existencia de personas limitadas en la organización, no es un problema de quienes padecen la limitación, sino sobre todo de quienes trabajan con ellas. Un buen compañero de trabajo y un buen jefe deben saber soportar y convivir con aquellas personas limitadas. En todo caso, sería él mismo el que debe corregirse para no mostrar antipatía, desaire o incluso repugnancia ante aquellas carencias que el que las padece no tiene modo y manera de superar. Se trata no tanto de corregir, sino de convivir con las limitaciones. Los verdaderos amigos llegan a amar las limitaciones de sus amistades porque son parte de su persona. No es extraño ver cómo una buena madre llega a tener cariño no sólo a su hijo limitado, sino a la propia limitación del hijo, no por ser una limitación, sino por pertenecer a su hijo. Por analogía, podemos llevar esos ejemplos a las relaciones entre jefes y subordinados
Los defectos, en cambio, son aquellas precariedades –déficits, precisamente– que pueden ser superadas por quien las padece. La falta de superación no siempre es voluntaria, sino a veces inadvertida. Por ello, el director debe hacerle la advertencia correspondiente al mismo tiempo que motivarlo para modificar una carencia que está en sus manos superar. Es por tanto en el campo del defecto en donde se da el ámbito propio de la corrección.
2. Intelección
• Equilibrio entre claridad y agresión. Aquella persona a la que se corrige debe entender lo que le estamos diciendo, esto es, debe saber a qué atenerse en una actuación futura. Hemos de ser lo suficientemente claros para no dejar nuestras advertencias entre bambalinas. Ser claro, pero no agresivo. Ha de existir un equilibrio entre la claridad con la que debemos corregir y el cuidadoso modo para no ofender a la persona con la que hablamos.
Si no lo hacemos así, el destinatario podría «cerrarse» de inmediato, no tanto porque el director no hable con claridad, sino porque lo hace descaradamente. El otro extremo sería hacerlo con tanta «delicadeza» que el interlocutor no llegue a enterarse bien de lo que se le está diciendo, cuyo caso la conversación no tendrá efectividad alguna.
• La claridad. Hay que tener en cuenta que la claridad es una de las manifestaciones más necesarias de la fortaleza. Existen muchas personas que piensan que la fortaleza reside en el ser inamovibles o impasibles, en el regañar, mandar a gritos y con expresiones de mal humor. Todos estos fenómenos son muchas veces encubridores para no emplear un lenguaje claro porque nos da miedo enfrentarnos directamente –intelectualmente– con aquella persona con la que nos relacionamos.
• Pensar alto, sentir hondo, hablar claro. No en vano el pensador griego dejó dicho que el hombre integralmente bueno –el hombre de bien, con deseos de perfección en todos los aspectos, el panaristós– debía tener por lo menos tres cualidades:
• pensar alto: respecto de aquellas personas que de él dependen; debe ser ambicioso, o, mejor, procurar que ellas lo sean y que no se fijen metas mediocres, sino que aspiren a ideales de altura.
• sentir hondo: en el caso de la corrección, esta cualidad es particularmente deseable. El director debe sentir lo que se siente cuando lo corrigen a uno. Los latinos empleamos la expresión coloquial de «meternos en los zapatos del otro», lo cual no deja de ser una acción sucia. Los norteamericanos se expresan todavía de una manera más cruda: «ponernos la piel del otro». Por expresivos que sean estos dos modos de decir, no se aproximan aún a la manera de hablar de los japoneses: en las relaciones interpersonales debemos llevar a cabo el hara jei, que significa literalmente «meternos en la vísceras del otro», lo cual no deja de ser verdaderamente acertado. En nuestras relaciones con los demás, nuestro sentir debe ser entrañable.
• Además de pensar alto y sentir hondo, debemos hablar claro. La falta de claridad en la comunicación se debe frecuentemente no a la incapacidad expresiva ni a la ineptitud técnica, sino, como dijimos antes, al miedo de producir resultados disfuncionales. Ese temor debe compensarse –con todas las salvaguardas del caso, pero compensarse– con la fortaleza. Las cosas que están mal no deben dejar de decirse –del modo apropiado, obviamente–: vale más un resultado disfuncional que un resultado equívoco. Y por otro lado, como decimos coloquialmente, «es preferible ponerse una vez colorado que cien veces amarillo».
• Expresiones más positivas que negativas. Nuestra lexicografía nos permite hacer advertencias negativas con un lenguaje positivo. Y esto es lo que debemos hacer siempre que sea posible. Para poner un ejemplo banal, en lugar de advertirle a alguien que se encuentra mal vestido, podríamos decirle que tal vez sería conveniente no gastar tanto los trajes, o pedirle a alguien que nos planche mejor las camisas.
Cuando personalmente tuvimos que ofrecer los servicios IPADE Bussiness School de modo inicial a los empresarios, lo hicimos no pocas veces con el sistema del «cambaceo», que es, como se sabe, vender a domicilio. En una ocasión, una de las personas a la que vimos, y de la que resultamos después muy amigos, nos hizo esperar tal vez demasiado. Nos comunicó a través de la secretaria que podíamos conocer sus oficinas y sus naves industriales. En ese espacio de tiempo alcancé a leer una lista encabezada de la siguiente manera: «vendedores que no han llegado a su cuota de ventas en el presente mes».
Cuando nuestro supuesto anfitrión nos atendió, le explicamos con detenimiento lo que era el IPADE Business School recién nacido. Con cierto aire de suficiencia, nos preguntó: «¿pero ustedes qué me van a enseñar? Ya han tenido oportunidad de ver lo que hago, y saben que mi producto es tal vez el más conocido de México…». Tímidamente le contestamos que quizá no le enseñaríamos grandes nociones administrativas, pero sí múltiples modos de hacer que mejoraran sus operaciones. «Modos de hacer… ¿como cuáles?». «Por ejemplo –dijimos dubitativamente– quizá en lugar de poner una lista con los vendedores que no han llegado a su cuota de ventas, podía ponerse la lista de aquellos que sí la alcanzaron». Nuestro anfitrión nos dijo de inmediato: «¿dónde me inscribo?» Se había dado cuenta de algo elemental: es más importante decir las cosas de un modo positivo que negativamente.
• Expresiones más descriptivas que evaluadoras. Debemos evitar en las correcciones el incluir una valoración sobre la persona, más que una descripción de los hechos. De la diferencia entre valorar a la persona o describir los hechos podrían darse muchos ejemplos. Bastaría quizá uno: en lugar de decirle a una persona que es mal vendedor, en donde expresamos un juicio de valor, quizá podría decirse que estamos seguros de que sus ventas podrían incrementarse en una quinta parte en el mes próximo; o recomendarle a alguien que reflexione sobre sus intervenciones en la Junta de Consejo porque tal vez ellas –las intervenciones– podrían parecer excesivas a los otros miembros de la reunión; en lugar de decirle: «hablaste demasiado». Otro ejemplo: en vez de decir «tu relación con los subordinados es deficiente», podríamos sugerirle que «debería tener más proximidad en la relación con sus subordinados». Gramaticalmente hemos dicho lo mismo pero no hemos apelado a su persona, sino a los hechos que la circundan.
• Comunicación de hechos reales. Al describir los hechos, según dijimos arriba, hay que tomar en cuenta que deben tener tres condiciones: reales, recientes y concretos. No debemos hablar en suposiciones. Tampoco debemos referirnos a hechos tan lejanos que la persona pueda no acordarse de ellos y llegue a considerarlos incluso como imaginarios de nuestra parte.
Decimos que deben ser recientes, pero no simultáneos. No es conveniente llamar la atención a alguien sobre algo que está haciendo mal en ese mismo momento, ni aun en el caso de que si no se hiciera la corrección los resultados no serían buenos. Vale más que el resultado sea negativo (siempre que no sea desastroso) que ponernos en una situación en la cual el interpelado piense que queremos desahogarnos en una circunstancia determinada, en lugar de darle la ayuda de una corrección. De no hacerlo así, al no haber un espacio ente la acción misma y su corrección, en vez de que tenga lugar un verdadero feedback y el sujeto en cuestión no pensaría que el problema reside en su disfunción al comportamiento, sino en el mal carácter de quien necesita deshogarse con él.
Este tipo de relaciones en las que hay un espacio entre la falta de conducta y la llamada de atención, es especialmente valioso cuando se da entre padres e hijos: lo que ocurre en la familia es un embrión o semilla de lo que después acaecerá entre gobernantes y súbditos. La recomendación es muy sencilla y aparentemente fácil de hacer: basta que entre la aparición del enfado, cuando se da, y el regaño que naturalmente quiere darse, medie un minuto cronométricamente contado. Es fácil que ese minuto sirva para que el interesado recapacite y piense que será más provechosa una advertencia, corrección, regaño o incluso castigo, pasadas veinticuatro horas o siete días. El destinatario de la corrección tendría al menos el convencimiento de que la advertencia o reprimenda no es el fruto de un enfado, sino de un comportamiento real. Ocurre, sin embargo, que, pasado el arrebato de ira, la corrección, al no brotar pasionalmente, resulte más difícil de realizarse. Es ahí donde llega nuestro consejo: la corrección debe ser consecuencia intelectual de que deseamos hacer el bien al otro, y debe realizarse justo cuando no hay enfado, para tener nosotros –y nuestro interlocutor– la seguridad de que lo que deseamos es el bien para el interesado y no el desfogue propio.
Incluso, podríamos llegar a afirmar que las correcciones en verdad incidentes son aquellas que se hacen cuando a nosotros nos cuesta trabajo corregir. No debemos disimular ante el subordinado el costo que tiene para nosotros llamarle la atención. No importa que nos tiemblen los labios o las manos: es preferible que él sepa que nosotros lo pasamos mal al corregirle. No se trata, evidentemente, de «hacer teatro» sino, precisamente, de no hacerlo. Si nos cuesta decir algo no debemos dar la impresión de seguridad o prepotencia.
3. Aceptación
Es importante que la persona cuya conducta queremos mejorar entienda bien la observación que le hacemos. Ello se mueve obviamente en el nivel de la inteligencia. Pero mucho más importante no es que entienda lo que le decimos, sino que lo acepte. El admitir voluntariamente que actuamos con deficiencia en un determinado terreno es difícil para la persona que tiene que reconocer sus fallas. Es un acto de la voluntad que se encuentra sin duda en sus manos, pero que puede ser radicalmente obstaculizado por orgullo, vanidad, deseo de quedar bien, etcétera. A veces, esta falta de aceptación o reconocimiento no se expresa exteriormente. Otras veces se manifiesta con claras negativas, diciendo que el jefe está equivocado, que esos fenómenos no han ocurrido o presentando excusas que justifiquen de alguna manera una determinada conducta. Todo ello, en lugar de tomarse en serio el menester de corregirse. Son muchos los directores que desconocen cuáles son las medidas elementales necesarias para que el subordinado acepte de buena gana las correcciones que se le hacen. No obstante, se trata de una tarea directiva de la mayor importancia.
Proporcionaremos a continuación algunas recomendaciones que pueden obviar esta situación. No queremos asegurar que con ellas tendrá lugar indefectiblemente el reconocimiento por parte de aquella persona cuyo desarrollo deseamos. Pero estamos en condiciones de poder decir que, si no seguimos una buena parte de estas recomendaciones, el resultado será sin duda negativo.
• Muestras previas de amistad. Dado que el acto de corregir es, según se dijo, uno de los paradigmáticos actos de amistad y dado que puede ser considerado al revés, como una extroversión desagradable, es necesario que venga acompañado por muestras previas de amistad en la que no quepan las menores dudas. Sólo si el director ha dado pruebas de que desea la mejoría de sus compañeros y subordinados mediante actos inequívocos, sólo entonces la corrección puede ser admitida por ellos como una muestra más de amistad. Debe haber previos indicios claros de que deseamos el bien del corregido. Sin tal demostración previa sería muy difícil que la corrección fuera interpretada por el sujeto paciente de ella como un acto que busca su propio beneficio. La corrección debe surgir como una prolongación natural de las actitudes de benevolencia hacia el amigo, aunque en este caso la benevolencia tenga que verse con cierta perspectiva de plazo, pues, según ya se dijo, la corrección no rara vez produce malestar a plazo corto.
Ya sabemos que el querer el bien para el amigo es precisamente el acto prototípico de la amistad. Si la corrección es imprescindible para la acción directiva y no es eficaz sin una prueba de amistad previa, hemos de concluir que la amistad –en este sentido de querer el bien para el otro– es esencial en la acción de dirigir.
Haciendo un juego de palabras, diríamos que no basta tener buenos amigos sino que es necesario tener amigos buenos. Nuestra relación puede ser muy estrecha y buena, pero ella no sería del todo cabal si no procuráramos, con base en esa amistad, que nuestros amigos sean buenos.
• Evidencia de nuestra rectitud de intención. Muy relacionado con lo anterior, para la eficacia de las correcciones que hagamos, se debe manifestar esa rectitud de intención que la corrección real persigue: que las personas mejoren. Una prueba empírica de esta rectitud de intención es el hecho de que no nos guste corregir, ya que lo haremos no por gusto, sino por intención recta. Por ello, debemos diferenciar la abismal distancia que existe entre el querer el bien para, y el no querer sentir por. Hay veces que, buscando el bien para una persona, no actuamos con energía porque no queremos sentirnos mal por ello. Este es un caso más en el cual el querer de la voluntad tiene que superar, a veces arduamente, el desagrado de los sentimientos. Todo padre de familia sabe que cuando castiga a un hijo lo hace por su bien, aunque sea con hondo sentimiento propio.
• No crear un callejón sin salida. Procurar que el corregido no se encuentre atrapado. Ha de dársele alguna posibilidad de apertura de manera que no se produzca una depresión que le impida, paradójicamente, corregirse o una agresiva defensa. Se le puede decir que tal vez lo que le estamos advirtiendo puede ser una apreciación subjetiva, pero que haría muy bien en reflexionar sobre el tema, ya que esa subjetiva apreciación puede darse también en terceras personas.
• No todas las reapreciaciones han de ser negativas. Deben darse también de vez en cuando feedbacks alentadores y estimulantes con dos condiciones: a) Que sean justos (es decir, verdaderos). No podemos decir que está bien un resultado mediocre o deficiente; y b) Que no sean frecuentes: las felicitaciones por cualquier bagatela se devalúan más aún que la moneda. Cuando el dinero o la felicitación abundan, ambas cosas valen poco. La felicitación por un buen resultado de las acciones debe tener un fundamento real consistente y apreciable.
• Alabanza y felicitación. Debemos hacer la distinción entre felicitación y alabanza. Felicitamos a alguien por los resultados reales que ha conseguido. Para ello, la felicitación debe ser justa y se refiere a los frutos del trabajo, no a la persona. Esta felicitación no adquiriría el calificativo de justa si se hiciera sólo en vistas a una reprobación pretérita o futura. Se ha de felicitar a alguien cuando el motivo de hacerlo es real y no meramente metódico.
La alabanza, en cambio, no se refiere estrictamente a los resultados conseguidos, sino a las cualidades o buenas condiciones que el destinatario posee. Así como dijimos que las felicitaciones no deben de ser frecuentes, menos lo deben ser las alabanzas. En el caso de las felicitaciones, porque éstas se devalúan; en el caso, en cambio, de las alabanzas, porque pueden despertar en alguien su ya existente tendencia a la vanidad.
Por esto mismo, las alabanzas no se han de hacer nunca en público. En cambio, las felicitaciones por los resultados, que no aluden a los atributos de la persona sino a los de su trabajo, pueden –y a veces deben– hacerse públicamente. La felicitación resulta por múltiples causas un verdadero deber de justicia.
• Felicitación antonomásica. Una de las felicitaciones más recomendables a la hora de tratar, como lo estamos haciendo, sobre la corrección es la que le corresponde a aquel que, habiendo sido objeto de una corrección, ha logrado corregirse durante un espacio de tiempo que ofrezca ciertas garantías de que su cambio de conducta será duradero.
• Reiteración de las correcciones. Por contraposición, hay que tomar en cuenta que la corrección es reiterable. Dada la debilidad humana, no basta generalmente hacer una sola advertencia. No hemos de suponer que porque el hombre sepa cómo debe comportarse lo hará de esa manera. Hemos llamado en otro lugar a esta falsa apreciación falacia socrática. Es muy probable que las correcciones hayan de reiterarse, en el tiempo y modo oportunos, pero habrán de hacerse si la corrección no tiene resultados. Tal vez se puedan emplear distintos y nuevos ejemplos; buscar otras oportunidades y momentos; dar mayores muestras acerca de la disposición de ayuda, manifestando el necesario «de veras quiero ayudarte y no disgustarte». Quizá también haya de corregir otra persona distinta de la primera, vinculada igualmente por lazos de amistad.
• La corrección verbal. La retroalimentación negativa debe hacerse a solas. Únicamente así puede crearse el necesario clima amistoso para que la corrección sea vista como un inequívoco intento de ayuda. Por otra parte, sin espectadores puede quedar más clara la rectitud de intención del corrector, al no aparecer como tal ante nadie más. Lo que dijimos antes sobre la alabanza, en el sentido de que no se debía hacer en público, con la misma razón o aún más, debe afirmarse en el caso de la corrección.
• Corrección verbal y ejemplo. Es importante advertir que la corrección verbal no tiene por qué desgajarse de los otros modos que existen para lograr el cambio de conducta. Sin embargo, una de estas maneras resulta compañera imprescindible de la corrección. Nos referimos al ejemplo. Si el que aconseja a otro un cambio de conducta en un determinado sentido, ejerce la suya en uno distinto, o aun opuesto, su corrección es vana. Los hechos hacen tanto ruido –diría Emerson– que impiden oír lo que decimos. No hay nada que cuente con tanto arrastre –repetimos– como el ejemplo; especialmente, la virtud se transmite más por ejemplaridad que por realimentación positiva o negativa. Por ello mismo, ha de tenerse presente lo que Gregorio Magno dice en sus Moralia: la virtud se transmite especialmente por el ejercicio de ella, de modo tal que el destinatario pueda percatarse de los beneficios que dicha virtud le proporciona a él, estimulándolo para adquirir esas mismas cualidades de aquel que se las contagia.
El recurso al «debes hacer lo que te digo, pero no lo que ves que yo hago» no tiene otro efecto que el de una pastilla tranquilizante de la propia conciencia. Si deseamos que alguien siga una determinada conducta, debe seguirnos en ella: debemos ir delante nosotros. Recordemos que la autoridad tiene un sentido etimológico primario en el hecho de avanzar o aumentar, de ir a la vanguardia, de señalar el camino con los propios pasos, de hacer senda.
• Corrección mutua. La corrección para que sea eficaz debe recibir otro calificativo: ha de ser mutua. Ésta es la máxima dificultad para que en las empresas se instaure la práctica de una corrección bien aplicada. No se trata, evidentemente, de una dificultad técnica, sino de obstáculos pertenecientes al ego de las personas involucradas; no se trata de que un jefe corrija a su subordinado, sino de algo de mayor profundidad, aunque ahora del todo inusual: que el subordinado corrija al jefe.
Hemos dicho que el corregir es uno de los modos paradigmáticos de la relación de dádiva. Cuando sólo hay posibilidades de correcciones descendentes (del jefe al subordinado), cancelándose, de hecho o de derecho, las correcciones ascendentes (del subordinado al jefe), esta asimetría hace que las pretensiones de cambio de conducta sean no sólo inútiles, sino injustas.
• Felicitación del jefe al subordinado que lo corrige. En efecto, la corrección, aunque se refiera propiamente a la conducta, hace alusiones directas o indirectas a las personas. La corrección es personal –por esto debe hacerse a solas. Puede haber jefe y subordinado en los oficios, puestos, cargos y menesteres, pero no en las personas. Por ende, el que una persona pueda y aún deba corregir a otra en cuanto persona, sin establecer la posición retroactiva, originaría una verdadera discriminación personal, diferenciando sin justificación alguna entre las personas con atribución de corregir y aquéllas a las que sólo les corresponde ser corregidas. El corregido considerará que se le valora de clase inferior, situación opuesta al deseo de superarse que se ha de encontrar en el sustrato de toda corrección válida. En El nuevo empresario en México10 describimos los modos tan alentadores que el Gral. William Pagonis utilizaba para ser corregido por sus propios soldados, incluso rasos, y la estrecha relación que ello establecía no ya en el desarrollo de dichos soldados, sino del propio Pagonis, quien crecía en su ya demostrada habilidad, al ser corregido por sus subordinados.
• El corrector debe corregirse a sí mismo. Este comportamiento por parte del corrector se encuentra evidentemente vinculado con todo lo que antes dijimos respecto del ejemplo. Ya decía Lope de Vega: «Si no lo permite quien lo imita, o deje de imitar o lo permita».
• Corrección participativa. La naturalidad de la corrección facilitará en cada caso que ésta sea participativa, es decir, que en la dinámica de su ejecución el corrector dé oportunidad al corregido para que pueda manifestar su opinión. A veces puede ser una excusa o una justificación, pero ello mismo, oportunamente, puede ser a su vez tema de corrección: «tienes tendencia a excusarte de tus errores o a justificarte de los resultados negativos o escasos de tu conducta, en lugar de enfrentarte cambiarla». No obstante este peligro, resulta muy oportuno que el corrector no asiente sus opiniones definitivas sin darle oportunidad al otro de que manifieste su propia opinión propia, o de que le explique alguna razón de su conducta. El peligro de defensa o excusa viene compensado por la ventaja de su misma aceptación.
Lo ideal sería que el corregido se hiciese a sí mismo su propia corrección con sus propias palabras y describiese por sí mismo la conducta reprobable. Esto facilitaría la aceptación que el jefe y el subordinado están buscando

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