Las mejores historias son las que no se ven, escondidas tras un halo de cotidianeidad. Las mejores historias son historias de viejos, de dos viejos que, por casualidad, como suceden siempre las cosas importantes, se ven obligados a compartir precisamente el banco más próximo al corrillo de esa especie de seres extraterrestres de película en que se han convertido hoy los contenedores de basura de muchas ciudades.
Pero esta no es una historia de amor, es una historia de dos pasados unidos por la melancolía de un banco a media tarde, por la nostalgia de saber que ya no volverán, por la incertidumbre de lo que queda después, de la media noche.
Ahí va, pues, la historia de nuestros dos viejos que, a una hora cualquiera, en una ciudad cualquiera, se encuentran por casualidad tomando el sol en el mismo banco. Esperando a que empiece y termine la partida.
No se conocían de nada. Cuando ella apareció, como por arte de magia, a su lado, él llevaba ya tiempo en aquel banco. Se sonrieron al cruzar sus miradas. Ella dio las buenas tardes con cierto pesar. La gente caminaba presurosa marcando con fuerza sus pasos sobre un tablero de ajedrez dibujado en la acera.
Caen las primeras fichas.
Era el primer día oficial de las vacaciones de verano. Todo el mundo parecía deseoso de ir a dar con sus huesos lejos de allí. El bullicio, las maletas, los gritos de una esposa apurada, las risas de los niños, el abrir y cerrar de puertas, maleteros en los que no caben más deseos de tranquilidad, el claxon de los maridos impacientes. Una imagen muy viva que contrastaba aquella tarde del último día de julio con la de nuestro par de viejos que, callados, observaban desde su banco el paso del tiempo. Como si no existiesen.
Cada vez que sus miradas se cruzaban, se sonreían. Pero, inmediatamente, volvían a mirar al frente, perdidas las miradas en las idas y venidas de otros ojos que miraban más allá, otros ojos que ya casi veían ponerse el sol a cientos de kilómetros de allí. Los dos eran viejos, demasiado para soñar más allá de los sueños de aquella gente. Poco podían hacer más que esperar. Quizás fuese hoy cuando la muerte viniese por ellos, con su orquesta de ruidos metálicos, acompañada de esa luz que todos dicen que se ve cuando llega el momento, aunque nadie haya vuelto para contarlo. Estaban convencidos de que sería después de medianoche, puede que de madrugada. Todo dependería del trabajo del verdugo aquel primer día de ‘operación salida’.
Ellos, este año, no viajarían. Eran una carga para las nuevas generaciones, mucho más dinámicas. Ya sólo servirían como piezas de museo. Reían tristemente al darse cuenta de que aquel no sería su destino.Los miedos compartidos y esa primera nostalgia que se siente cuando te vas quedando solo en un banco mientras el mundo huye y la tarde se escapa poco a poco les sirvieron a nuestro par de viejos para romper el hielo.
Resultó que vivían en bloques contiguos, pero nunca se habían visto. La verdad es que ambos salían poco. Él descendía de una familia fuerte, rica y muy importante. Había nacido en Alemania, pero tiempo después se vio formando parte de ese gran equipaje de maletas, ropas, bolsos, recuerdos e historias que traían de vuelta los españoles que volvían en la década de los setenta, después de haber salido, años atrás, en busca de un destino que no encontraron lejos de los Pirineos. A pesar de su apellido italiano, ella era española, pero recordaba haber vivido en muchos lugares y de todos tenía una historia que contar. Le gustaba mucho viajar, pero, sobre todo, su pasión había sido siempre escribir. Había tecleado cientos de artículos, publicados en diversos periódicos y revistas de provincias, una novela y muchas poesías, aunque éstas nunca habían tenido demasiado éxito.
Siguen cayendo piezas.
Pero aquellos eran otros tiempos y estaban lejos. Ahora la historia era bien distinta. Coincidían en esa pesadumbre de sentir que ya no servían para nada y regresaba la nostalgia a sus ojos. Callados miraban al frente. La calle se había ido quedando en silencio. Veían como los últimos rezagados ponían rumbo al sur o al norte, cómo cerraban la tienda de la esquina, la floristería. La tarde empezaba a decaer. Una pareja joven aprovechaba el momento para hacer la mudanza. Dejaban trastos al lado de los contenedores, cosas que, como nuestros viejos, ya no les servían para nada porque otras habían venido a suplirlas. En el edificio de al lado retiraban las pertenencias de un viejo intelectual venido a menos que acaba de morir.
Él recordaba aquellos días en que era imprescindible para casi todo. Siempre había sido muy puntual y aquella virtud le había mantenido en su puesto de trabajo durante muchos años, algo de lo que estaba muy orgulloso. Ni un retraso, ni una excusa, a pesar de los golpes, de las malas caras, de un trabajo sacrificado que alguien debía hacer. Él estuvo allí siempre, puntual a las cinco de la mañana, a las seis y media, recordando la hora de recoger a los niños, el tiempo que llevaba el cocido al fuego. Un engranaje perfecto para aguantar lo inaguantable, un todoterreno, como esas tiendas modernas que abren 24 horas.
La vida de ella había sido mucho más fácil e infinitamente más interesante. Cuando la edad la obligó a renunciar a su pasión de viajar por medio mundo, comenzó a encontrarle la magia a sentarse al lado del ventanal del salón y ver pasar vidas ante sus ojos, un mundo más reducido que suplían los libros que la rodeaban. Grandes personalidades habían visitado su casa y había participado de las más fascinantes tertulias al son del olor del café recién hecho.
Jaque al rey.
Todo aquello había cambiado. Los que ahora se dirigían a la playa o a la montaña trabajaban todo el año por quince días en agosto, los lugares de huída dependían de los ahorros y no de la ilusión, la vida corría demasiado deprisa, al son impaciente y desesperante de las bocinas atascadas en vías que no llevan más allá de uno mismo, la televisión había suplido las charlas, la imagen había desterrado la imaginación de los libros, el teléfono móvil era un arma de destrucción masiva de la fantasía, de la tranquilidad, del perderse un instante, y los ordenadores, el verdugo de los sueños, del salir al mundo a conocer el mundo.
Con este escenario no es de extrañar que esta noche ya, a una hora cualquiera, en una ciudad cualquiera, en medio de un tablero de ajedrez dibujado en el suelo del que han desaparecido casi todas las piezas superficiales, un viejo despertador alemán y una vieja Olivetti esperen sentados en un banco junto a los contenedores. No es de extrañar que se estremezcan cuando a lo lejos se oye la orquesta y se ve la luz del camión de la basura.
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