domingo, 11 de julio de 2010

LA VIDA DE PERON Y RASO

La vida de Domingo Antonio Raso fue anónima como su responsabilidad, debía custodiar al líder del justicialismo en su regreso al país. ­El 18 de julio pasado, a los 83 años, murió Domingo Antonio Raso, orgulloso guardaespaldas del general Juan Domingo Perón. En su departamento de Remedios de Escalada, Gran Buenos Aires, Raso atesoraba un increíble álbum de fotos que daba cuenta de su trabajo: custodiar al líder popular argentino más importante del siglo XX, en su regreso al país y al poder tras 18 años de exilio. Hace dos años, Raso concedió esta nota —hasta ahora, inédita en la Argentina—, abrió generosamente su archivo personal, y se decidió a contar algunos detalles de su vida, entre ellos la misteriosa historia de un atentado fallido contra Perón. La última vez que hablé con Raso, me dijo que deseaba que esta crónica fuera publicada en su propio país, y se alegró mucho cuando le dije que iba ser en Selecciones. Lamentablemente, no llegó a verla. Gracias a la gentileza de su viuda, María Magdalena Udrizard, y su deseo de honrar la memoria de su esposo, se reproduce aquí una parte de las fotos del invalorable álbum personal del guardaespaldas de Perón. 

Está en todas las fotos de los años 73 y 74, siempre al lado de Perón. No es Isabel, la esposa del líder, la vicepresidenta, la que lo sucedió en la primera magistratura después de su muerte. Está en todas las fotos de esos años, siempre al lado de Perón. No es, tampoco, José López Rega, su siniestro secretario privado y ministro de Bienestar Social y el hombre que dirigía la no menos siniestra Triple A (grupo paramilitar de ultraderecha). Está en todas las fotos del 73 y del 74, siempre al lado de Perón, siempre de traje, siempre atento, siempre armado: ahora se decidió a mostrar sus álbumes y a contar su historia. “Mi trabajo era sencillo —dice—. Si alguien le quería pegar un tiro al general Perón, primero me lo tenía que pegar a mí”. Y dice, también, que efectivamente alguien quiso pegarle un tiro a Perón en el año 1973. Es la primera vez que escucho esta historia: por un lado da escalofríos pensar en las consecuencias que podría haber tenido el asesinato de Perón; por el otro parece difícil pensar que aquella época, en la Argentina, podría haber tenido peores consecuencias que las que tuvo. Pero no nos precipitemos todavía. 

Domingo Antonio Raso conserva los bigotes renegridos, el vozarrón de militar, el cuchillo, el revólver, los recuerdos. Le tocó en suerte una curiosa carrera jerárquica: en los cuarenta custodió a los caballos de Perón; luego, a su ministro de Defensa, Franklin Lucero. En el 51 corrió peligro durante la abortada sublevación del general Benjamín Menéndez: alguno de sus amigos cayó bajo esas balas; él no. En el 55 llegó el golpe de estado, la “Revolución Libertadora” que significó el exilio de Perón, la proscripción del peronismo durante 18 años, la militancia clandestina. Raso participó en la conspiración del 56 encabezada por el general Juan José Valle para devolverle el gobierno a Perón. Se escondió debajo de una cama en el momento apropiado y se salvó de que lo fusilaran.
En los sesenta volvió a intentarlo. Esta vez el que conspiraba era el general Iñíguez: una vez más el conato fue desbaratado, otra vez Raso salvó su vida de milagro. Con el tiempo, Perón premió la lealtad a la causa: al fin y al cabo, la de Raso fue una de las últimas caras que vio cuando se embarcó en la cañonera paraguaya, tras el golpe del 55. Al fin y al cabo, la de Raso fue una de las primeras caras que vio cuando pisó tierra en su fugaz regreso a la Argentina, el 17 de noviembre de 1972, y en su definitivo regreso el 20 de junio de 1973. No hubo otra persona (además de Perón, claro) que haya estado presente en el puerto cuando Perón se fue y en el aeropuerto cuando volvió.

Adiós Perón

El 19 de septiembre de 1955 estamos en la dársena B del Puerto de La Boca. Raso acompaña a Lucero a despedir al presidente derrocado.
Lucero casi se cae al agua para saludarlo: es que estábamos todos muy nerviosos y muy tristes. Perón estaba vestido con un saco sport marrón, con la actitud de los hombres fuertes que tratan de contener su tristeza pero no pueden. Lo vi llorar, con lágrimas y todo, y nos hizo llorar a todos los que estábamos ahí. Pasaron 17 años hasta que lo volví a ver.

Hola Perón
El 17 de noviembre de 1972 me tocó trabajar, aunque no tengo mucho para decir sobre ese día. Llovía mucho y [José Ignacio] Rucci [líder de la Confederación General del Trabajo] lo cubrió con un paraguas, que era un poco más grande que los paraguas convencionales —una de esas sombrillas que se usan para promociones, si mal no recuerdo, de la Coca Cola—. Yo le alcancé la sombrilla a Rucci: parece mentira, un gesto tan insignificante, cuando se lo cuento a la gente me mira tan asombrada como usted me está mirando ahora. Pero Perón estuvo un día en el mismo Hotel Internacional de Ezeiza, luego habrá estado un mes en Gaspar Campos y se volvió poco después a preparar su regreso. En enero volvió su esposa Isabel y me puse a trabajar con ella. No tenía muchas reuniones políticas todavía: la acompañaba en sus salidas de compras, la llevé a Pozzi a comprarse pelucas, ese tipo de cosas... Pero mejor póngase cómodo, señor periodista, que traigo los álbumes.

¡Maten a Perón!

Pocas semanas después de los hechos de Ezeiza, en la casa de la calle Gaspar Campos, apareció una ambulancia del Ministerio de Bienestar Social. Dijeron que eran médicos y que venían a atenderlo a Perón porque habían recibido una llamada donde les decían que estaba enfermo. Uno usaba barba, alto, flaco, de pelo negro; el otro, de cabello muy corto, gordito, castaño, los dos vestían guardapolvo blanco... En esa época los médicos personales de Perón eran profesionales muy reconocidos y además eran también dirigentes políticos: el doctor Jorge Taiana, el doctor Raúl Matera, el doctor Pedro Cossio... La supuesta ambulancia, además, tenía agujeros de bala. No le digo que era un colador, pero tenía cuatro o cinco agujeros. Por eso me llamó la atención la visita y lo llamé al jefe de la custodia, Juan Esquer, que en ese momento estaba charlando con el General.
—Esquer, venga, por favor...

—¿Es muy urgente?
—Mire, hay una ambulancia en la puerta, con algunos agujeros de bala. Hay dos tipos que dicen ser médicos, que les pidieron que vinieran a atender al General porque estaba enfermo.
—Qué va a estar enfermo, si acá está, trabajando, lo más bien... Que se arme la custodia.
Se armó la custodia, se avisó a la policía a través del comando radioeléctrico, lo llamamos a López Rega para que viniera a constatar si la ambulancia era de su ministerio. Habíamos rodeado la ambulancia, los tipos tenían dos maletines. López Rega les dijo:
—¿Ustedes quiénes son?

—Somos médicos de Bienestar Social —justo a él, que era el ministro de Bienestar Social...
—Ah, sí, no me digan, ¿y a qué vienen?.
—Venimos a ver al General porque nos dijeron que estaba enfermo.
Les sacamos el maletín y encontramos revólveres, granadas... Dentro de la ambulancia había fusiles. Los esposamos de pies y manos. Llamamos a un blindado de la policía de la Provincia de Buenos Aires para que se los llevaran y nunca más supe qué se hizo de ellos. Es evidente que venían con la intención de matar a Perón. El hecho trascendió muy poco, como un rumor, porque el propio Perón hizo lo posible para que no se difundiera... Él quería pacificar y pensó que en un momento tan convulsionado de la Argentina no ayudaba mucho a mantener la calma que este episodio se hiciera público.

La foto que no vemos

En la foto que Domingo no me quiere prestar, el General Perón posa con el dictador rumano Nicolai Ceausescu y su esposa Elena.
—No, señor, queda feo, ¿no le parece?, el General con ese tipo...

—Bueno, Domingo, es un hecho histórico, no...
—No, señor, no lo haga quedar mal al General...
(Nota del autor: La primera vez que se publicó esta historia, en la revista mexicana EmeEquis, a Raso le causó especial gracia la reproducción de este diálogo. Me dijo, entonces, divertido, Si se porta bien, por ahí la próxima vez le presto la foto. Ese comentario simpático animó su actual publicación, sin temor a contrariar su voluntad).

Perón a diario

Cuando era presidente, ya no en la casa de Gaspar Campos sino en la Quinta de Olivos, se despertaba a las seis de la mañana, tomaba mate con bombilla o mate cocido con tostadas, fumaba un cigarrillo Kent (tres por día: uno en el desayuno, otro en el almuerzo y otro en la cena), y a las siete y media ya estaba en la Casa de Gobierno. Regresaba a la quinta más o menos a las dos de la tarde, y dormía una siesta hasta las cuatro. Luego se encerraba en su oficina, donde trabajaba hasta las ocho, ocho y media de la noche. En la casa andaba siempre con su robe-de-chambre, piyama, chinelas y a veces su tradicional gorro. No era un gran amante de la música, aunque escuchaba discos de folclore argentino y de ópera, y de tanto en tanto iba al teatro Colón. Le gustaba muchísimo el cine, sobre todo las películas de cowboys, que veía en el microcine de la Quinta de Olivos... Era de comentar las películas en voz alta, muerto de risa: supóngase que el sheriff estaba persiguiendo al villano con su caballo y Perón gritaba: ¡Cuidado, che, que te van a agarrar!... Era como un chico, ¿no le parece?

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