Fede corrió hasta el sillón en que leía el abuelo, se desató la moña de un tirón y exclamó:
—Abuelo, hoy no voy a la escuela. Quiero fundar una fábrica de esperanzas, pero como no sé ni por donde empezar, vengo a hablar contigo para que me lo enseñes.
—¡Ajá! —dijo el abuelo disimulando una sonrisa. —Una fábrica de esperanzas...es una idea muy interesante. Mmnnn...veamos...¿Y por qué?
—Bueno —dijo Fede —papá dice a menudo que “el problema de este país es que se ha quedado sin esperanzas.”
—No es del todo falso —admitió el abuelo. —Y tú piensas que con una fábrica de esperanzas quizás podríamos resolverlo...
—Eso es —dijo Fede. —Una gran fábrica.
—Muy bien —dijo el abuelo —¡Manos a la obra! Comencemos por proyectar el local.
—Sí —asintió Fede lleno de entusiasmo.
—Una fábrica de esperanzas —continuó el abuelo —debe ocupar un gran edificio, con muchas salas bien iluminadas para albergar los distintos departamentos y maquinarias; con amplios corredores que permitan un ágil tránsito y así desarrollar fluidamente su actividad industrial. ¿No?
—Me encantaría que tuviese patios y jardines, como una fábrica modelo —agregó Fede —así se evitaría algo de la polución.
—Bien —coincidió el abuelo y agregó —es fundamental la cuestión del personal y la dirección. Las esperanzas, según se sabe, son productos muy frágiles. Yo diría que tienen que ser elaboradas y procesadas preferentemente por manos femeninas, delicadas y pacientes. ¿Qué opinas?
—Estoy de acuerdo —dijo Fede. —Nuestra fábrica tendrá directora y operarias. Pondremos una operaria a trabajar en cada una de las salas y la directora tendrá su escritorio en la planta baja.
—Perfecto —dijo el abuelo. Llegamos a un punto de vital importancia: la materia prima. ¿De qué estarán hechas, Fede, las esperanzas? —preguntó dando una larga chupada a su pipa.
—Yo creo...—aventuró dudando Fede —que están hechas de cosas invisibles y livianitas, como de...alegría...
—¡Sí! —exclamó el abuelo. —Y de optimismo y de fe...
—Y de ilusiones —añadió Fede
—Y de tiempo porvenir —completó el abuelo.
—Claro —afirmó Fede. —Pero...¿De dónde sacaremos todo eso?
—Bueno —pensó el abuelo en voz alta —necesitaremos una mina, o una fuente o un proveedor...¿Quién podría suministrarnos todo eso?
—Yo no sé —admitió Fede.
—Veamos, veamos...—dijo el abuelo. ¡Ya sé! Tú tienes gran cantidad de alegría, de ilusiones, de todo eso ¿no Fede? Y también tus primos, tus compañeros de clase, tus amigos...¿cierto?
—Sí, las tenemos. ¿Y entonces? —preguntó Fede.
—Entonces ya sé cuál es la fuente de la materia prima que se necesita para fabricar esperanzas: ¡La niñez!
—¿La niñez? —se asombró Fede.
—Sí —aseveró el abuelo. —Necesitaremos muchos niños en la fábrica. Los distribuiremos según sus edades en las distintas salas y cada una de las operarias hará lo necesario para transformar la alegría, las ilusiones, la fe, el optimismo y todo eso que dijimos que tienen los niños, en auténticas y flamantes esperanzas. Veamos, pues, cómo va nuestro plan.
Tenemos la fábrica que es un gran edificio, preferentemente de dos pisos, con muchas salas y amplios corredores, rodeado de patios y jardines. Está lleno de niños que según su edad ocupan las distintas salas...
La expresión de Fede había ido cambiando lentamente.
—Sigue tú, Fede —instó el abuelo.
—...la dirige una directora y en cada sala una operaria toma el optimismo, la alegría, el entusiasmo, la fe y todas esas cosas de los niños, para fabricar esperanzas... Esto es igual a...
—Exacto —le interrumpió el abuelo. —Es la gran fábrica de esperanzas.
—A las operarias las podemos llamar maestras, ¿verdad?
—Claro —fue la respuesta. —Ahora vuelve a anudarte la moña que todavía es hora.
—Chau, abuelo...
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