Mi memoria y yo
¿Tienen un significado los olvidos?
Se nos olvida justo lo que no se nos tenía que olvidar. ¿Es significativo o no que no hayamos recordado esa cita a la que íbamos a acudir sin ganas pero sin otro remedio? ¿Se recuerdan mejor las cosas agradables?
Gracias a la difusión de los trabajos de Sigmund Freud y de otros teóricos del psicoanálisis, se incorporaron al lenguaje cotidiano términos como inconsciente, acto fallido o represión y se empezó a buscar el significado de los olvidos, descuidos y otros fallos . Aunque la teoría no sea del todo convincente, se sabe que los olvidos no responden al azar y que suelen tener un sentido. ¿Cuál? Simplificando, se podría decir que tienen el sentido que nosotros les queramos dar, en función de nuestra propia historia... Y que, en determinados casos, para ser honestos con nosotros mismos, ¡los olvidos hasta «nos convienen»! Por ejemplo, ¿por qué hay hombres que todas las mañanas les piden ayuda a sus esposas porque no encuentran las llaves del coche, cuando sería más fácil que cada noche las dejaran en el mismo sitio?
Una mujer contó en un grupo de trabajo sobre la memoria lo siguiente: su marido, hospitalizado por una peritonitis, le exigía que cada día le llevara el periódico exactamente a las dos de la tarde. El primer día se perdió y llegó al hospital a las dos y media. El segundo día, llegó a la hora, pero... ¡ni se acordó del periódico! ¿Cuál puede ser la explicación de su doble olvido? ¿El cansancio? Quizás. Pero tal vez esa fuera la fórmula que la mujer encontraba para, inconscientemente, rebelarse frente a un marido muy autoritario... Una explicación difícil de reconocer, incluso ante uno mismo.
¿Se recuerdan mejor las cosas agradables?
Todos conocemos a personas que no parecen tener más que recuerdos agradables y a otras que repiten machaconamente sus desgracias día tras día y que, cuando se les pregunta, confiesan que no pueden dejar de pensar en ellas. Tras 60 ó 70 años de existencia, todos tenemos nuestro propio bagaje de alegrías y penas, minúsculas o inmensas, ¿por qué, entonces, las percepciones varían tanto? Pues porque el equilibrio de cada persona se construye de forma diferente, en función de quiénes eran sus padres y sus abuelos, de lo que le han transmitido, del lugar en el que vive, de la época que le ha tocado, etc. La capacidad para afrontar las crisis de la existencia, para adaptarnos, para considerar la vida de forma positiva o negativa, optimista o pesimista, puede ser mayor o menor. Y, de una forma u otra, afecta a nuestra forma de recordar.
Una mujer contó en un grupo de trabajo sobre la memoria lo siguiente: su marido, hospitalizado por una peritonitis, le exigía que cada día le llevara el periódico exactamente a las dos de la tarde. El primer día se perdió y llegó al hospital a las dos y media. El segundo día, llegó a la hora, pero... ¡ni se acordó del periódico! ¿Cuál puede ser la explicación de su doble olvido? ¿El cansancio? Quizás. Pero tal vez esa fuera la fórmula que la mujer encontraba para, inconscientemente, rebelarse frente a un marido muy autoritario... Una explicación difícil de reconocer, incluso ante uno mismo.
¿Se recuerdan mejor las cosas agradables?
Todos conocemos a personas que no parecen tener más que recuerdos agradables y a otras que repiten machaconamente sus desgracias día tras día y que, cuando se les pregunta, confiesan que no pueden dejar de pensar en ellas. Tras 60 ó 70 años de existencia, todos tenemos nuestro propio bagaje de alegrías y penas, minúsculas o inmensas, ¿por qué, entonces, las percepciones varían tanto? Pues porque el equilibrio de cada persona se construye de forma diferente, en función de quiénes eran sus padres y sus abuelos, de lo que le han transmitido, del lugar en el que vive, de la época que le ha tocado, etc. La capacidad para afrontar las crisis de la existencia, para adaptarnos, para considerar la vida de forma positiva o negativa, optimista o pesimista, puede ser mayor o menor. Y, de una forma u otra, afecta a nuestra forma de recordar.
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