lunes, 28 de febrero de 2011

EL ABUELO

Cada vez que crujía una ramita, o croaba una rana, o vibraban los vidrios de la cocina que estaba al fondo de la huerta, el viejecito saltaba con agilidad de su asiento improvisado, que era una piedra chata, y espiaba ansiosamente entre el follaje. Pero el niño aún no aparecía. A través de las ventanas del comedor, abiertas a la pérgola, veía en cambio las luces de la araña encendida hacía rato, y bajo ellas sombras imprecisas que se deslizaban de un lado a otro, con las cortinas, lentamente. Había sido corto de vista desde joven, de modo que eran inútiles sus esfuerzos por comprobar si ya cenaban o si aquellas sombras inquietas provenían de los árboles más altos.
Regresó a su asiento y esperó. La noche pasada había llovido y la tierra y las flores despedían un agradable olor a humedad. Pero los insectos pululaban, y los manoteos desesperados de don Eulogio en torno del rostro, no conseguían evitarlos: a su barbilla trémula, a su frente, y hasta las cavidades de sus párpados, llegaban cada momento lancetas invisibles a punzarle la carne. El entusiasmo y la excitación que mantuvieron su cuerpo dispuesto y febril durante el día habían decaido y sentía ahora cansancio y algo de tristeza. Le molestaba la oscuridad del vasto jardín y lo atormentaba la imagen, persistente, humillante, de alguien, quizá la cocinera o el mayordomo, que de pronto lo sorprendía en su escondrijo. “¿Qué hace usted en la huerta a estas horas, don Eulogio?” Y vendrían su hijo y su hija política, convencidos de que estaba loco. Sacudido por un temblor nervioso, volvió la cabeza y adivinó entre los macizos de crisantemos, de nardos y de rosales, el diminuto sendero que llegaba a la puerta falsa esquivando el palomar. Se tranquilizó apenas, al recordar haber comprobado tres veces que la puerta estaba junta, con el pestillo corrido, y que en unos segundos podía escurrirse hacía la calle sin ser visto.
“¿Y si hubiera venido ya?”, pensó, intranquilo. Porque hubo un instante, a los pocos minutos de haber ingresado cautelosamente a su casa por la entrada casi olvidada de la huerta, en que perdió la noción del tiempo y permaneció como dormido. Sólo reaccionó cuando el objeto que ahora acariciaba sin saberlo, se desprendió de sus manos y le golpeó el muslo. Pero era imposible. El niño no podía haber cruzado la huerta todavía, porque sus pasos asustados lo hubieran despertado, o el pequeño, al distinguir a su abuelo, encogido y dormitando justamente al borde del sendero que debía conducirlo a la cocina, habría gritado.
Esta reflexión lo animó. El soplido del viento era menos fuerte, su cuerpo se adaptaba al ambiente, había dejado de temblar. Tentando los bolsillos de su saco, encontró el cuerpo duro y cilindrico de la vela que compró esa tarde en el almacén de la esquina. Regocijado, el viejecito sonrió en la penumbra: rememoraba el gesto de sorpresa de la vendedora. El había permanecido muy serio, taconeando con elegancia, batiendo levemente y en circulo su largo bastón enchapado en metal, mientras la mujer pasaba bajo sus ojos, cirios y velas de diversos tamaños. “Esta”, dijo él, con un ademán rápido que quería significar molestia por el quehacer desagradable que cumplía. La vendedora insistió en envolverla pero don Eulogio no aceptó y abandonó la tienda con premura. El resto de la tarde estuvo en el Club Nacional, encerrado en el pequeño salón del rocambor donde nunca había nadie. Sin embargo, extremando las precauciones para evitar la solicitud de los mozos, echó llave a la puerta. Luego, cómodamente hundido en el confortable de insólito color escarlata, abrió el maletín que traía consigo y extrajo el precioso paquete. La tenia envuelta en su hermosa bufanda de seda blanca, precisamente la que llevaba puesta la tarde del hallazgo.
A la hora más cenicienta del crepúsculo había tomado un taxi, indicando al chofer que circulara por las afueras de la ciudad; corría una deliciosa brisa tibia, y la visión entre grisácea y rojiza del cielo seria más enigmática en medio del campo. Mientras el automóvil flotaba con suavidad por el asfalto, los ojitos vivaces del anciano, única señal ágil en su rostro fláccido, descolgado en bolsas, iban deslizándose distraidamente sobre el borde del canal paralelo a la carretera, cuando de pronto lo divisó.
-”¡Deténgase!” -dijo, pero el chofer no le oyó-. “¡Deténgase! ¡Pare!”.
Cuando el auto se detuvo y en retroceso llegó al montículo de piedras, don Eulogio comprobó que se trataba, efectivamente, de una calavera. Teniéndola entre las manos, olvidó la brisa y el paisaje, y estudió minuciosamente, con creciente ansiedad, esa dura, terca y hostil forma impenetrable, despojada de carne y de piel, sin nariz, sin ojos, sin lengua. Era pequeña, y se sintió inclinado a creer que era de niño. Estaba sucia, polvorienta, y hería su cráneo pelado una abertura del tamaño de una moneda, con los bordes astillados. El orificio de la nariz era un perfecto triángulo, separado de la boca por un puente delgado y menos amarillo que el mentón. Se entretuvo pasando un dedo por las cuencas vacías, cubriendo el cráneo con la mano en forma de bonete, o hundiendo su puño por la cavidad baja, hasta tenerlo apoyado en el interior entonces, sacando un nudillo por el triángulo, y otro por la boca a manera de una larga e incisiva lengueta, imprimía a su mano movimientos sucesivos, y se divertía enormemente imaginando que aquello estaba vivo.

Dos días la tuvo oculta en un cajón de la cómoda abultando el maletín de cuero, envuelta cuidadosamente, sin revelar a nadie su hallazgo. La tarde siguiente a la del encuentro permaneció en su habitación, paseando nerviosamente entre los muebles opulentos de sus antepasados. Casi no levantaba la cabeza; se diría que examinaba con devoción profunda y algo de pavor, los dibujos sangrientos y mágicos del circulo central de la alfombra, pero ni siquiera los veía. Al principio, estuvo indeciso, preocupado; podían sobrevenir complicaciones de familia, tal vez se reirían de él. Esta idea lo indignó y tuvo angustia y deseo de llorar. A partir de ese instante, el proyecto se apartó sólo una vez de su mente: fue cuando de pie ante la ventana, vio el palomar oscuro, lleno de agujeros, y recordó que en una época aquella casita de madera con innumerables puertas no estaba vacía, sin vida, sino habitada por animalitos grises y blancos que picoteaban con insistencia cruzando la madera de surcos y que a veces revoloteaban sobre los árboles y las flores de la huerta. Pensó con nostalgia en lo débiles y cariñosos que eran: confiadamente venían a posarse en su mano, donde siempre les llevaba algunos granos, y cuando hacía presión entornaban los ojos y los sacudía un brevísimo temblor. Luego no pensó más en ello. Cuando el mayordomo vino a anunciarle que estaba lista la cena, ya lo tenia decidido. Esa noche durmió bien. A la mañana siguiente olvidó haber soñado que una perversa fila de grandes hormigas rojas invadía súbitamente el palomar y causaba desasosiego entre los animalitos, mientras él, desde su ventana, observaba la escena con un catalejo.
Había imaginado que limpiar la calavera sería algo muy rápido, pero se equivocó. El polvo, lo que había creído polvo y era tal vez excremento por su aliento picante, se mantenía soldado a las paredes internas y brillaba como una mina de metal en la parte posterior del cráneo. A medida que la seda blanca de la bufanda se cubría de lamparones grises, sin que desapareciera la capa de suciedad, iba creciendo la excitación de don Eulogio. En un momento, indignado, arrojó la calavera, pero antes que ésta dejara de rodar, se había arrepentido y estaba fuera de su asiento, gateando por el suelo hasta alcanzarla y levantarla con precaución. Supuso entonces que la limpieza seria posible utilizando alguna sustancia grasienta. Por teléfono encargó a la cocina una lata de aceite y esperó en la puerta al mozo a quien arrancó con violencia la lata de las manos, sin prestar atención a la mirada inquieta con que aquél intentó recorrer la habitación por sobre su hombro. Lleno de zozobra empapó la bufanda en aceite y, al comienzo con suavidad, después acelerando el ritmo, raspó hasta exasperarse. Pronto comprobó entusiasmado que el remedio era eficaz; una tenue lluvia de polvo cayó a sus pies, y él ni siquiera notaba que el aceite iba humedeciendo también el filo de sus puños y la manga de su saco. De pronto, puesto de pie de un brinco, admiró la calavera que sostenía sobre su cabeza, limpia, resplandeciente, inmóvil, con unos puntitos como de sudor sobre la ondulante superficie de los pómulos. La envolvió de nuevo, amorosamente; cerró su maletín y salió del Club Nacional. El automóvil que ocupó en la Plaza San Martín lo dejó a la espalda de su casa, en Orrantia. Había anochecido. En la fría semioscuridad de la calle se detuvo un momento, temeroso de que la puerta estuviese clausurada. Enervado, estiró su brazo y dio un respingo de felicidad al notar que giraba la manija y la puerta cedía con un corto chirrido.
En ese momento escuchó voces en la pérgola. Estaba tan ensimismado, que incluso había olvidado el motivo de ese trajín febril. Las voces, el movimiento fueron tan imprevistos que su corazón parecía el balón de oxigeno conectado a un moribundo. Su primer impulso fue agacharse, pero lo hizo con torpeza, resbaló de la piedra y cayó de bruces. Sintió un dolor agudo en la frente y en la boca un sabor desagradable de tierra mojada, pero no hizo ningún esfuerzo por incorporarse y continuó allí, medio sepultado por las hierbas, respirando fatigosamente, temblando. En la caída había tenido tiempo de elevar la mano que conservaba la calavera de modo que ésta se mantuvo en el aire, a escasos centímetros del suelo, todavía limpia.
La pérgola estaba a unos veinte metros de su escondite, y don Eulogio oía las voces como un delicado murmullo, sin distinguir lo que decían. Se incorporó trabajosamente. Espiando, vio entonces en medio del arco de los grandes manzanos cuyas raíces tocaban el zócalo del comedor, una silueta clara y esbelta y comprendió que era su hijo. Junto a él había otra, más nítida y pequeña, reclinada con cierto abandono. Era la mujer. Pestañeando, frotando sus ojos trató angustiosamente, pero en vano, de divisar al niño. Entonces lo oyó reír: una risa cristalina de niño, espontánea, integral, que cruzaba el jardín como un animalito. No esperó más; extrajo la vela de su saco, a tientas juntó ramas, terrones y piedrecitas y trabajó rápidamente hasta asegurar la vela sobre las piedras y colocar a ésta, como un obstáculo, en medio del sendero. Luego, con extrema delicadeza para evitar que la vela perdiera el equilibrio, colocó encima la calavera. Presa de gran excitación, uniendo sus pestañas al macizo cuerpo aceitado, se alegró: la medida era justa, por el orificio del cráneo asomaba el puntito blanco de la vela, como un nardo. No pudo continuar observando. El padre había elevado la voz y, aunque sus palabras eran todavía incomprensibles, supo que se dirigía al niño. Hubo como un cambio de palabras entre las tres personas: la voz gruesa del padre, cada vez más enérgica, el rumor melodioso de la mujer, los cortos grititos destemplados del nieto. El ruido cesó de pronto. El silencio fue brevísimo; lo fulminó el nieto, chillando: “Pero conste: hoy acaba el castigo. Dijiste siete días y hoy se acaba. Mañana ya no voy”. Con las últimas palabras escuchó pasos precipitados.
¿Venia corriendo? Era el momento decisivo. Don Eulogio venció el ahogo que lo estrangulaba y concluyó su plan. El primer fósforo dio sólo un fugaz hilito azul. El segundo prendió bien. Quemándose las uñas, pero sin sentir dolor, lo mantuvo junto a la calavera, aun segundos después de que la vela estuviera encendida. Dudaba, porque lo que veía no era exactamente lo que había imaginado, cuando una llamarada súbita creció entre sus manos con brusco crujido, como de un pisotón en la hojarasca, y entonces quedó la calavera iluminada del todo, echando fuego por las cuencas, por el cráneo, por la nariz y por la boca. “Se ha prendido toda”, exclamó maravillado. Había quedado inmóvil y repetía como un disco “fue el aceite, fue el aceite”, estupefacto, embrujado ante la fascinante calavera enrollada por las llamas.
Justamente en ese instante escuchó el grito. Un grito salvaje, un alarido de animal atravesado por muchisimos venablos. El niño estaba ante él, las manos alargadas, los dedos crispados. Lívido, estremecido, tenia los ojos y la boca muy abiertos y estaba ahora mudo y rígido pero su garganta, independientemente, hacía unos extraños ruidos roncos. “Me ha visto, me ha visto”, se decía don Eulogio, con pánico. Pero al mirarlo supo de inmediato que no lo había visto, que su nieto no podía ver otra cosa que aquella cabeza llameante. Sus ojos estaban inmovilizados con un terror profundo y eterno retratado en ellos. Todo había sido simultáneo: la llamarada, el aullido, la visión de esa figura de pantalón corto súbitamente poseída de terror. Pensaba entusiasmado que los hechos habían sido más perfectos incluso que su plan, cuando sintió voces y pasos que venian y entonces, ya sin cuidarse del ruido, dio media vuelta y a saltos, apartándose del sendero, destrozando con sus pisadas los macizos de crisantemos y rosales que entreveía a medida que lo alcanzaban los reflejos de la llama, cruzó el espacio que lo separaba de la puerta. La atravesó junto con el grito de la mujer, estruendoso también, pero menos sincero que el de su nieto. No se detuvo, no volvió la cabeza. En la calle, un viento frío hendió su frente y sus escasos cabellos, pero no lo notó y siguió caminando, despacio, rozando con el hombro el muro de la huerta sonriendo satisfecho, respirando mejor, más tranquilo.

                                                                    MARIO VARGAS  LLOSA

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