Esta
 es una historia que pasará inadvertida, una historia de tantas en que 
el amor llegó tarde, pero con las mismas esperanzas e ilusiones para 
quienes ya no lo esperan. Una historia de amor de la tercera edad, 
porque ellos también tienen derecho a amar, igual nosotros, algún día 
podríamos volver a sentirnos con derecho a volver a amar. Nunca es 
tarde, porque el corazón no tiene edad.
Ella,
 María Isabel Sánchez, viuda, setenta años, dos hijos y cinco nietos, 
ama de casa. El, Gerardo Bonard, viudo también, ochenta años, jubilado, 
una hija, un nieto, y un poco poeta. Dos seres solitarios, para quienes 
la vida ya no tenía mucho que ofrecerles; solo les quedaba el cariño de 
sus hijos, de sus nietos y un baúl lleno de recuerdos en su armario. Dos
 personas de la tercera edad que no tenían tanta importancia para el 
mundo, solo para sus nostalgias del ayer, para esa juventud que se fue y
 que únicamente les quedaba recordarlas.
Todos
 los días iban a la misma plaza, y se sentaban en un doble banco, ella 
de un lado y él del otro; desde hacía mucho tiempo seguían esa rutina; 
él todo un caballero cuando llegaba, se sacaba su gorra, la saludaba 
cortésmente inclinando un poco su cabeza y se sentaba a leer su libro o 
el periódico. Ella llegaba siempre a la misma hora, a las cuatro de la 
tarde con su perrito Tintin, contestaba al saludo de su compañero de 
banco y se sentaba a darle de comer a las palomitas y a respirar el aire
 puro, el aroma de las flores. Así transcurría la hora, sin hablarse, 
sin mirarse; luego al caer la tarde ella regresaba, se volvían a saludar
 gestualmente, sin saber cada uno su nombre y despedían otro atardecer 
de sus vidas.
Hasta
 que una tarde, la rutina cambió, María Isabel llegó al parque y tropezó
 sin querer con un brusco movimiento que hizo el perrito; don Gerardo se
 levantó para ayudarla y así iniciaron una conversación. Se presentaron,
 comenzaron a hablar de sus familias, hablaban del tiempo, del presente,
 del pasado que no compartieron, del futuro que les quedaba por vivir. 
Su amistad se fue estrechando, la cita en el parque se iba volviendo 
casi necesaria para cada uno, allí en ese parque, encontraron un motivo 
para no estar solos, para sentir un afecto que ninguno de los dos se 
daba cuenta iba naciendo.
Cierta vez Don Gerardo galantemente ofreció una rosa para María diciéndole “una rosa para una dama, que rápidamente se marchitará ante su belleza”; - ¡Ay Don Gerardo, usted sí es loco! – las mejillas de la dama eran como brasas encendidas. –“ Le ruego que me vea más como un poeta que como un loco” – respondió, evocando la frase de un antiguo poeta.
O
 se sentaban juntos a darle de comer a las aves, una intimidad estaba 
creciendo a paso lento entre los dos ancianos, con el correr de las 
tardes, cuando se despedían había cierta melancolía en sus ojos, 
deseando encontrarse nuevamente. O caminaban por el parque en compañía 
del perrito; algunas veces el casi poeta le recitaba poesías de Bécquer.
No se hizo esperar mucho tiempo la propuesta de Don Gerardo, cuando una tarde fría que presagiaba el venidero otoño. – Querida
 mía, cuánto tiempo llevamos paseando por este parque, mi memoria no me 
ayuda mucho, presiento conocerla de toda la vida, es usted la mujer más 
hermosa que he conocido, y después de mi difunta esposa no había vuelto a
 sentir algo como lo que siente mi corazón.
- Don Gerardo , es usted tan caballero, tan galante, realmente aprecio sus palabras, no creo ser merecedora de tanto aprecio.
Tomando su mano el anciano la besó delicadamente, - Es
 usted merecedora y mucho más, por eso quisiera preguntarle si no es una
 ofensa para usted. María, mi bella dama, ¿quisiera ser mi esposa?
Ella
 sintió latir su corazón muy aprisa, ¡cuánto hacía que no escuchaba unas
 palabras de amor!, ¡cuánto hacía que ya había olvidado las ilusiones de
 un sentimiento, la caricia de una mano sobre la suya, un beso dulce y 
delicado! Una tristeza la invadió, todo eso parecía un sueño, pero la 
realidad de sus vidas la devolvió al presente; eran dos “jóvenes” de la tercera edad, que habían encontrado una vieja ilusión al costado del camino de un parque centenario casi como ellos.
- Don
 Gerardo, le agradezco, pero no podría, ya estamos muy viejos, ¿qué 
dirían nuestros hijos, nuestros nietos? Se reirían de nosotros, o les 
parecería una locura. No, Don Gerardo, es imposible poder soñar con una 
relación a estas alturas. Nos encontramos demasiado tarde.
- Querida
 mía, adorada mía, nunca diga eso; además piense por otro lado. Sus 
hijos, sus nietos tienen su vida hecha; acaso ellos van a consultarle a 
Usted cuando toman alguna decisión, cuando quieren casarse por ejemplo? 
Sí, tal vez tenga razón, ya estamos viejos, y por lo mismo, significamos
 muy poco ahora en la vida de nuestros hijos, poco a poco nos irán 
dejando de lado, y algún día seremos una molestia, llegará la hora en 
que decidirán ponernos en un asilo; pero aún a Usted y a mí nos queda un
 camino, corto o largo no lo sé, que podríamos terminarlo de recorrerlo 
juntos. No me dé su respuesta ahora. Piénselo. Yo la esperaré, lo que 
sea necesario.
- Perdóneme
 – los ojos de María se nublaron de tristeza, se levantó y se fue 
caminando rapidito sin voltear su rostro para que no la viera llorar – 
El anciano quedó sumido en una profunda melancolía.
Así
 pasaron varios días, Don Gerardo iba al parque todas las tardes, con la
 esperanza de encontrar a su María que no había regresado más. Se sintió
 tan solo y lamentaba que esa amistad se hubiera quebrado por su 
propuesta, quizá no debió hablarle de su deseo de compartir su vida con 
ella. Ahora quizá ella no volvería a hablarle. Se preguntó si no había 
cometido una estupidez.
Todo
 el otoño pasó, todo el invierno, el parque quedó solitario, cubierto de
 escarcha, de nieve, sin el canto de sus pájaros, sin el aroma de sus 
flores, todo se fue cubriendo de blancas ausencias, que duraría hasta 
que volviera otra primavera…
Los
 primeros brotes comenzaron a nacer, los árboles brotaron nuevamente de 
hojas verdes, en el parque renacía otra vez la floreciente primavera. 
Los niños llegaban con sus bicicletas, con sus patinetas, las parejas de
 enamorados a revivir el amor, había llegado la estación del amor, de la
 alegría, esa estación que nunca desea morir en el corazón de los que 
aman.
Y
 con ella volvió el dueño del mismo banco, que quedó desamparado, que 
seguía esperándolo, Don Gerardo, el anciano con corazón de poeta, que 
aún esperaba… ese día al llegar, la vio desde lejos, allí como si nunca 
se hubiese ido, estaba su antigua compañera; como si la hubiera visto el
 día de ayer, allí estaba sentada en el banco, ese banco gris, que les 
pertenecía, debajo del frondoso árbol, jugando con el travieso Tintin y 
dándole también miguitas a las palomitas; entonces su corazón volvió a 
la vida, volvió a latir, porque allí estaba la dueña de su corazón. 
Cuando llegó María le extendió su mano que él besó suavemente; no hubo 
necesidad de decirse nada, en una mirada se lo dijeron todo; en los ojos
 de su compañera leyó la respuesta que tanto había soñado. Más tarde se 
alejaron de allí tomados de la mano, por un sendero que bordeaba el 
lago, por un camino que los llevaría unidos un resto de vida o una 
eternidad…
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