Se ha difundido en los medios que una mujer ha abandonado a su madre, de 71 años de edad, en una residencia de monjas, soltándola con la maleta, y huyendo del establecimiento con su pareja.
A simple vista, el hecho pudiera ser constitutivo de delito de abandono de familia. Los medios así lo han resaltado. Estaríamos, desde luego, ante una conducta moral y jurídicamente censurable. Pero la vida nos enseña que no debemos juzgar los comportamientos ajenos sin conocer los entresijos de la intimidad del ser humano.
Cuando se cierra la puerta… ¿Quién conoce el sufrimiento que puede encerrarse entre unos muros? Siempre se halla presente en mi recuerdo la película que protagonizaran José Sacristán y Pilar Bardem: Siete mil días juntos, en la que una mujer de carácter tiránico fingía mediante gritos que pudieran ser escuchados por el vecindario ser maltratada por el marido, que adquirió una fama inmerecida a lo largo de los años, cuando en realidad era un ser bondadoso carente de personalidad, que satisfacía los caprichos de una mujer amargada.
Presente también, el recuerdo del drama de la Tany, felizmente indultada, en su momento, cuando tras recibir durante 17 años palizas de su marido, apuñaló en un arrebato al maltratador que la había vejado durante años. España entera se estremeció ante una historia de sufrimiento como la que forzosamente hubo de trascender para solicitar el indulto de quien se dejó llevar por la ira acumulada. Arrebatarle la vida a otro ser humano es, probablemente, la conducta más censurable en que podamos incurrir, pero nadie negará que en determinadas circunstancias -legítima defensa, miedo insuperable- no actuamos al margen de lo que el Derecho puede exigirnos. La opinión pública, al conocer el hecho en sus verdaderas dimensiones, se hallará más lejos de la víctima que del verdugo, porque comprenderá que más víctima fue quien empuñó el arma que quien murió de un impacto o de una puñalada.
Las personas que abandonan a sus mayores para marcharse de vacaciones unos días, o los que olvidan los sacrificios de unos padres abnegados y salen huyendo en un coche desentendiéndose de la situación en que se encuentran sus padres ancianos, merecen el reproche de nuestras leyes. Debe ser amargo el sabor de la ingratitud de nuestros hijos al final de nuestros días.
Pero en otros casos, no es menos cierto que para recoger, hay también que sembrar, y quienes sembraron miseria suelen recogerla al final de sus días. Ni todos los ancianos son venerables, ni todos los hijos, unos canallas: ¿Cómo se comportaron con sus hijos quienes moran ahora en las residencias? ¿Estuvieron prestos a confortarles en sus momentos duros o miraron hacia otro lado hablando sólo de temas intrascendentes, como si no fuera con ellos? ¿Fueron ellos, a su vez, hijos solícitos con sus padres o los internaron en los centros de los que ahora pretenden huir acudiendo, de compromiso, de tarde en tarde? ¿Influyeron negativamente en los matrimonios o parejas de sus hijos, amargándoles la convivencia o fomentando la ruptura entre ellos? ¿Indispusieron a sus nietos contra sus padres, yernos o nueras, respectivamente, fomentando en los menores una imagen despectiva de sus progenitores? Ahora que acabamos de leer en la prensa cómo a un padre que ha abofeteado a su hijo se le han impuesto medidas de alejamiento y trabajos en beneficio de la comunidad… ¿Entenderíamos que quien utilizó la correa y no el verbo y ni siquiera el controvertido cachete fuera relegado a una residencia por ser la viva imagen del martirio? ¿O que quien no se ocupó durante años de sus hijos y resucita al cabo del tiempo alegando los derechos que le confiere haber aportado un óvulo o un espermatozoide, encuentre un natural rechazo?
Estas y otras preguntas nos darán la respuesta antes de condenar a los que toman decisiones tan extremas porque, aunque reprochables para la mirada del tercero que ignora, hemos de recordar la frase evangélica "no juzguéis y no seréis juzgados" u otra menos excelsa, pero no por ello carente de verdad que escuché de los labios de una persona cuyo matrimonio era, sencillamente, una farsa: "Cuando se cierra la puerta, sólo hay un hombre y una mujer, y sólo ellos saben lo que ocurre tras los muros". Si queremos servir a la Justicia, en estas ocasiones, habrá que estudiar caso por caso, para descubrir quién sufrió más abandono: si el que pisa el acelerador o el que queda atrás con la maleta. Como ocurrió, salvando las distancias, con la Tany.
A simple vista, el hecho pudiera ser constitutivo de delito de abandono de familia. Los medios así lo han resaltado. Estaríamos, desde luego, ante una conducta moral y jurídicamente censurable. Pero la vida nos enseña que no debemos juzgar los comportamientos ajenos sin conocer los entresijos de la intimidad del ser humano.
Cuando se cierra la puerta… ¿Quién conoce el sufrimiento que puede encerrarse entre unos muros? Siempre se halla presente en mi recuerdo la película que protagonizaran José Sacristán y Pilar Bardem: Siete mil días juntos, en la que una mujer de carácter tiránico fingía mediante gritos que pudieran ser escuchados por el vecindario ser maltratada por el marido, que adquirió una fama inmerecida a lo largo de los años, cuando en realidad era un ser bondadoso carente de personalidad, que satisfacía los caprichos de una mujer amargada.
Presente también, el recuerdo del drama de la Tany, felizmente indultada, en su momento, cuando tras recibir durante 17 años palizas de su marido, apuñaló en un arrebato al maltratador que la había vejado durante años. España entera se estremeció ante una historia de sufrimiento como la que forzosamente hubo de trascender para solicitar el indulto de quien se dejó llevar por la ira acumulada. Arrebatarle la vida a otro ser humano es, probablemente, la conducta más censurable en que podamos incurrir, pero nadie negará que en determinadas circunstancias -legítima defensa, miedo insuperable- no actuamos al margen de lo que el Derecho puede exigirnos. La opinión pública, al conocer el hecho en sus verdaderas dimensiones, se hallará más lejos de la víctima que del verdugo, porque comprenderá que más víctima fue quien empuñó el arma que quien murió de un impacto o de una puñalada.
Las personas que abandonan a sus mayores para marcharse de vacaciones unos días, o los que olvidan los sacrificios de unos padres abnegados y salen huyendo en un coche desentendiéndose de la situación en que se encuentran sus padres ancianos, merecen el reproche de nuestras leyes. Debe ser amargo el sabor de la ingratitud de nuestros hijos al final de nuestros días.
Pero en otros casos, no es menos cierto que para recoger, hay también que sembrar, y quienes sembraron miseria suelen recogerla al final de sus días. Ni todos los ancianos son venerables, ni todos los hijos, unos canallas: ¿Cómo se comportaron con sus hijos quienes moran ahora en las residencias? ¿Estuvieron prestos a confortarles en sus momentos duros o miraron hacia otro lado hablando sólo de temas intrascendentes, como si no fuera con ellos? ¿Fueron ellos, a su vez, hijos solícitos con sus padres o los internaron en los centros de los que ahora pretenden huir acudiendo, de compromiso, de tarde en tarde? ¿Influyeron negativamente en los matrimonios o parejas de sus hijos, amargándoles la convivencia o fomentando la ruptura entre ellos? ¿Indispusieron a sus nietos contra sus padres, yernos o nueras, respectivamente, fomentando en los menores una imagen despectiva de sus progenitores? Ahora que acabamos de leer en la prensa cómo a un padre que ha abofeteado a su hijo se le han impuesto medidas de alejamiento y trabajos en beneficio de la comunidad… ¿Entenderíamos que quien utilizó la correa y no el verbo y ni siquiera el controvertido cachete fuera relegado a una residencia por ser la viva imagen del martirio? ¿O que quien no se ocupó durante años de sus hijos y resucita al cabo del tiempo alegando los derechos que le confiere haber aportado un óvulo o un espermatozoide, encuentre un natural rechazo?
Estas y otras preguntas nos darán la respuesta antes de condenar a los que toman decisiones tan extremas porque, aunque reprochables para la mirada del tercero que ignora, hemos de recordar la frase evangélica "no juzguéis y no seréis juzgados" u otra menos excelsa, pero no por ello carente de verdad que escuché de los labios de una persona cuyo matrimonio era, sencillamente, una farsa: "Cuando se cierra la puerta, sólo hay un hombre y una mujer, y sólo ellos saben lo que ocurre tras los muros". Si queremos servir a la Justicia, en estas ocasiones, habrá que estudiar caso por caso, para descubrir quién sufrió más abandono: si el que pisa el acelerador o el que queda atrás con la maleta. Como ocurrió, salvando las distancias, con la Tany.
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