martes, 9 de julio de 2013

LA SOLEDAD EN LOS ADULTOS MAYORES



Una consideración superficial de la vejez nos podría llevar a pensar que todas las personas mayores se sienten solas. Sin embargo, estudios realizados en España bastante recientemente, con el rigor propio de la investigación científica, muestran que la mayoría de las personas ancianas no se sienten solas, sino que la soledad la acusa un 8% del total de personas mayores. Sin duda, no es un problema desdeñable, sobre todo si pensamos en la experiencia de cada una de las personas incluidas en ese porcentaje, pero tampoco puede mantenerse el estereotipo de que todas las personas mayores están solas, se sienten solas y menos aún que estén abandonadas.

Aunque la soledad no produce síntomas externos graves, quienes la padecen afirman que se trata de una experiencia desagradable y estresante, asociada con un importante impacto emocional, sensaciones de nerviosismo y angustia, sentimientos de tristeza, irritabilidad, mal humor, marginación social, creencias de ser rechazado, etc. Todo ello hace de la soledad de los mayores un particular tema de estudio e interés, especialmente para quienes desean salir al paso de las necesidades de este grupo de personas.

La experiencia de los mayores es, cada vez más, objeto de interés y atención por parte de la sociedad en general. Quizás no solo porque por razones demográficas éstos sean cada vez más numerosos, sino también por una creciente sensibilidad ante las situaciones sociales que presentan una cierta vulnerabilidad y requieren lo mejor de la condición humana para salir al paso de las necesidades que presentan.

El ser humano es un ser social por naturaleza, desde que nace hasta que muere. Necesita de los demás para vivir. Su condición de fragilidad le hace solidario a la vez y le pone en comunicación con los otros, no solo para subsistir, sino también para evolucionar hacia la realización personal: ser quien realmente es.

Pero la realización de nuestro ser social se ve facilitada en los diferentes momentos de la vida por diversas situaciones: el ser niño y las reacciones que provoca en los demás, el proceso de socialización y educación propio de la escolarización y la educación, la formación, de proyectos vitales como la familia u otras opciones de convivencia, el ejercicio del rol profesional, etc.

La soledad surge, entonces, de la tendencia inmanente de todo ser humano a compartir su existencia con otros. Si esto no se logra, surge la vivencia de estar incompleto y la desazón derivada de ello.

En la soledad, el ser humano añora la fusión con otra u otras personas y desea la comunicación para la subsistencia o para lograr la intimidad. Por eso, la soledad se nutre de una sensación de vacío y de la experiencia de una “falta de algo” que se necesita o aparece cuando el sujeto no halla un ‘otro’ afín con el que complementarse.

Todo ser humano tiende al encuentro, a la relación vital y significativa con los demás, para ocupar sus espacios vacantes previstos para el destino de su relacionalidad. Por eso, cuando una persona busca a alguien y descubre que nadie está disponible para ella, que nadie satisface sus necesidades (de cualquier naturaleza), que nadie se ocupa de ella en un sentido singular y profundo, que a nadie importa directa y verdaderamente, o que no hay nadie buscándola o esperándola, se inunda de pena y vacío.

Cuando la persona comprueba que no puede, que no tiene opción para establecer contacto humano que le permite ser quien es y que cualquier persona necesita, entonces aparece la soledad.

La soledad que más nos interesa aquí es, por consiguiente, el convencimiento apesadumbrado de estar excluido, de no tener acceso, quién sabe por qué, a ese mundo de interacciones tiernas y profundas del que todos creemos idealmente que los convivientes disfrutan. Soledad es, pues la constatación de que no se tienen las oportunidades y las satisfacciones de las que los demás participan. (1)

Se produce un ‘déficit relacional’ o de valor en las relaciones interpersonales que hace que la experiencia sea desagradable.

La vejez es uno de esos momentos en los que más fácilmente se puede experimentar la soledad. Por definición, esta etapa de la vida va acompañada de una sucesión de pérdidas, como el trabajo, el status social, el cónyuge, algunas capacidades físicas, etc., que facilitan la experiencia de la soledad. Esta se hace tanto más acuciante cuando mayor es la situación personal de dependencia.

1. Qué es la soledad

Si bien venimos hablando de la soledad especialmente como experiencia subjetiva, no existe un único concepto de soledad y conviene aclarar el término.
En principio, la soledad es una condición de malestar emocional que surge cuando una persona se siente incomprendida o rechazada por otros o carece de compañía para las actividades deseadas, tanto físicas como intelectuales o para lograr intimidad emocional.

La experiencia de soledad, en el fondo, es la sensación de no tener el afecto necesario deseado, lo cual produce sufrimiento, desolación, insatisfacción, angustia, etc., si bien se puede distinguir entre aislamiento y desolación, es decir, entre la situación de encontrarse sin compañía y la conciencia de deseo de la misma.

En efecto, no es lo mismo estar solo que sentirse solo. Estar solo no es siempre un problema. Todos pasamos tiempo solos y nos viene bien para conseguir ciertos objetivos. A veces deseamos estar solos porque ciertas cosas no pueden hacerse si no es así. Evidentemente, la soledad deseada y conseguida no constituye un problema para las personas, incluidas las personas mayores.

Sentirse solo, en cambio, es algo más complejo y paradójico, ya que puede ocurrir incluso que lo experimentemos estando en compañía. En este sentido, la soledad es una experiencia subjetiva que se produce cuando no estamos satisfechos o cuando nuestras relaciones no son suficientes o no son como esperaríamos que fueran.

Lo peor de la soledad es el aislamiento. Es como el oír y escuchar. Se puede oír y no escuchar. Pues lo mismo: se puede estar acompañado y no hacerse acompañamiento uno a otro; entonces se está aislado. Por ejemplo, cuando mi mujer está a mi lado, yo siento que me está acompañando, no solo que estoy acompañado. Pero otros están juntos y se sientes solos. Hay matrimonios que son dos soledades en compañía, que no se entienden y viven acompañados, pero solos en el fondo (Alfredo, 82 años Residencia).

Por eso se habla de soledad objetiva y soledad subjetiva. La primera hace referencia a la falta de compañía, donde están el 14% de las personas mayores que residen en sus domicilios y que no siempre implica una vivencia desagradable sino que puede ser una experiencia buscada y enriquecedora, aunque la mayoría de estas personas se han visto obligadas a ello.

La soledad subjetiva, por otra parte, la padecen las personas que se sienten solas. Es un sentimiento doloroso y temido por el 22% de las personas mayores. Nunca es una situación buscada.(2)

Juan José López indica los tres tipos de aislamiento y soledad más conocidos:

– la soledad física o habitacional;
– la soledad moral;
– y el aislamiento social.
Según el autor, al aislamiento se llega por diferentes factores que dependen de las siguientes variables:
– del comportamiento, tanto de los mayores, que pueden preferirlo a pagar el precio de la relación, como de las familias, que pueden delegar el cuidado a los Servicios Sociales;
– por factores sociales, que llevan al aislamiento por la imagen de la vejez como etapa improductiva y desvalorizada;
– por factores espaciales, siendo un fenómeno preponderantemente urbano (3);
– por factores psicológicos, especialmente por el ‘Síndrome de Diógenes’ o actitud de algunas personas mayores que les lleva a aislarse voluntariamente y abandonarse en los autocuidados;
- y por factores de salud, que generan dependencia, discapacidades y miedo a salir del domicilio. (4)

Otros autores añaden factores sensoriomotores, tales como el estado visual, auditivo y locomotor, que, si constituyen carencias, dificultan claramente las relaciones sociales. (5)
Por otro lado, hay personas que podrían ser consideradas como aisladas (con pocas relaciones sociales aparentes), pero que subjetivamente no se consideran así y están plenamente satisfechos de unos cuantos contactos muy dilatados en el tiempo pero intensos en vivencias, o a la inversa, personas que conviven en un medio familiar normal, pero que se sienten solas. (6) Por eso, no falta tampoco quien distingue entre soledad buena y aislamiento; la soledad buena está hecha de relaciones porque no se niega a capacidad de relacionarse, mientras que el aislamiento está hecho de la negación de relaciones. (7)
No falta tampoco quien habla de ‘Síndrome de la Soledad’ definiéndolo como un estado psicológico que sucede a consecuencia de pérdidas en el sistema de soporte individual, disminución de la participación de las actividades dentro de la sociedad a la que pertenece y sensación de fracaso en su vida. (8)

Pero existe también esa otra soledad elegida para el desarrollo de una vida interior que es vivida de manera positiva, como puede ser el caso de algunos científicos y escritores que sienten que la necesitan para desarrollar su ingenio y creatividad, aunque no siempre que es buscada produce valores positivos. (9) Cuando se elige, la soledad que padecida es tristísima y mala, se convierte en fuerza para la verdad y el bien.

Laín Entralgo, a propósito de esta soledad elegida dice: ‘Sin esa experiencia, uno es y sigue siendo persona, pero no sabe lo que es’. Por tanto, la soledad sería también una condición esencial y necesaria del ser humano. ‘El que aún no haya sentido nada de la soledad probará solo con ello que no ha penetrado ni alcanza mucho en la profundidad propia del corazón humano’. (10)

La soledad, dice Quinodoz, tiene dos rostros: puede ser una mortal consejera, pero, cuando se la domestica, puede convertirse en una amiga infinitamente preciosa. (11)

Ortega y Gasset escribió que ‘la vida humana es esencialmente soledad, radical soledad..., sin una retirada estratégica a sí mismo, la vida humana es imposible’. El hombre no es verdaderamente humano si no se apoya también, en cierta medida, en su soledad.

Y Zubiri señaló que ‘quien se ha sentido radicalmente solo es quien tiene la capacidad de estar radicalmente acompañado’ . (12) El hombre es ‘animal de encuentros’ porque es también ‘animal de despedidas’, experto en quedarse solo al separarse.

El origen del sentimiento de soledad, como sensación interna, como sensación de estar solo aún cuando se está en compañía, es producido, según Melanie Klein, por el anhelo omnipresente de un inalcanzable estado interno perfecto, por nuestras ansiedades paranoides y depresivas (13) que nos habitan, en cierta medida, a todos los seres humanos.

La soledad pues tiene muchos rostros. No es un concepto desencarnado. Su experiencia puede ser fascinante o negativa. Desde la ‘soledad sonora’(14), la anchísima soledad (15), la soledad desnuda, herida, poblada de aullidos (Dt 32,10) y de desiertos o soledad sin caminos (sal 106), etc. La soledad, de una u otra forma, visita a todos los humanos alguna vez en la vida con intención de empadronarse en cada uno.

2. La soledad en los mayores

La soledad de los mayores es una de esas situaciones de vulnerabilidad y marginación –y posible exclusión– que viven un numeroso grupo de personas que difícilmente elevarán el grito y exigirán la satisfacción de sus necesidades debido a la fragilidad en que se encuentran. Los mayores que se sienten solos no provocan una crisis social significativa como podrían provocarla otros grupos porque no tienen ni siquiera las suficientes fuerzas como para exigir sus derechos.
La soledad en los mayores es una realidad que viene favorecida por diferentes factores o causas.

Sin duda, la primera causa es el hecho de la retirada del ámbito laboral, del que uno se nutre manteniendo numerosas relaciones sociales. El fin de la vida laboral que constituye también el origen de las principales relaciones sociales, supone un sentimiento de desvalorización y de dependencia. La experiencia de autonomía e interdependencia vivida con relación al trabajo y a sus frutos da paso a una experiencia de dependencia que no es un estado desvalorizado, sino una función que varía a lo largo de nuestra vida y da lugar a reajustes en la vida de cada individuo.

Tradicionalmente se viene dando un sentido excesivamente médico de dependencia a las personas mayores (aunque no exclusivo), y no se debe olvidar que toda la vida humana es un círculo de interdependencias. En efecto, a muchas personas mayores se las considera dependientes, aunque en realidad lo que sucede es que su interdependencia no es recíproca en la dimensión física, subrayándose así la falta de reciprocidad en el intercambio (16). Sin embargo son muchos los trabajadores de la salud y de la acción social (valga la redundancia) para tener su trabajo.

El trabajo, además, no es solo una forma de ganar dinero, de tener seguridad o un cierto prestigio social, sino que origina también una serie de satisfacciones internas y es una forma de participar en la vida social (17). Su pérdida afecta, como no podría ser de otra manera, a la vida de la persona en su conjunto, si bien las reacciones en este momento varían en función de múltiples factores y algunas son mucho más adaptativas que otras.

Pero en realidad, más que la jubilación, es la defunción del cónyuge el suceso más decisivo en lo que hace al padecimiento de la soledad. La viudedad, para quien había contraído matrimonio o vivía en pareja, suele ser, efectivamente, el principal desencadenante del sentimiento de soledad en las edades avanzadas. Esto es así porque tras varias décadas de vida matrimonial (por lo general), desaparece de pronto la compañía y la afectividad que hasta entonces venía proporcionando la figura conyugal, dando pie a problemas personales de adaptación a la viudedad de tipo no únicamente emocional sino también material y relativos a la gestión del tiempo y de las tareas propias del hogar y de la vida doméstica y social. Puede llegar a darse una importante desilusión por la propia vida (18).

Es clásica la presentación de las tres crisis asociadas al envejecimiento: la crisis de identidad, de autonomía y de pertenencia. La crisis de identidad viene dada especialmente por el conjunto de pérdidas que se van experimentando de manera acumulativa que pueden deteriorar la propia autoestima porque aumentan la distancia que el anciano percibe entre su yo ideal y su yo real. La crisis de autonomía viene dada especialmente por el deterioro del organismo y de las posibilidades de desenvolverse de manera libre en el desarrollo de las actividades normales de la vida diaria. La crisis de pertenencia se experimenta particularmente por la pérdida de roles y de grupos a los que la vida profesional y las capacidades físicas y de otra índole permitían adoptar en el tejido social. La toma de conciencia de esta triple crisis (19) que tiene lugar en el proceso de envejecimiento, puede permitirnos hacernos cargo de la envergadura de la experiencia de la soledad que, a veces, puede ser vivida como una verdadera muerte social, una muerte del significado de la presencia en el mundo dada por el cuestionamiento de la propia identidad, de la propia autonomía y del propio ser en el mundo.

Quien se siente solo suele tener la sensación de ser el único en todo el universo, que por su ajenidad, le desborda y le angustia (20).

A que los mayores sufran soledad contribuyen también una serie de prejuicios sobre la vejez; como la relación entre ser anciano y ser niño, no tener vida productiva, no tener experiencias ni necesidades sexuales, ser inútil, trasnochado y dependiente. También la soledad constituye un posible prejuicio: ‘todos los ancianos se sienten solos y están aislados’ (21). Sin embargo, si es cierto que el anciano suele ser más lento en los procesos de adaptación, también es cierto que la experiencia, la capacidad de relativizar las cosas, el saber juzgar objetivamente, la sabiduría procedente de la experiencia, etc., podrían permitir a las personas mayores mantener un rol social con todas las de la ley (22).

La experiencia de soledad en los mayores puede vivirse también en el internamiento de Residencias, donde se está realmente acompañado y cuidado. Porque la soledad se refiere también a una persona que vive en medio de otras muchas, pero que carece de la suficiente importancia para ella, siéndoles indiferente que exista o no exista (23). En las Residencias la experiencia de soledad depende, en gran medida, del tipo de asistencia prestada, de la relevancia que se da a la dimensión social, emocional y espiritual de la persona y de los recursos que se arbitran para responder a las necesidades en estas áreas de la vida.

Quizá sea justamente al final de la vida cuando más hondamente sintamos nuestra exposición a la soledad. Y a la vez quizá en ningún otro momento vivamos tan intensamente el anhelo de que eso no sea lo último (24).

3. Soledad y salud en los mayores

Salud y soledad se relacionan íntimamente. A cualquier edad de la vida las personas más solas son las que se sienten más enfermas, aunque la soledad influye más a las personas más ancianas, aumentando los porcentajes (tanto en las personas enfermas como en las sanas) con respecto a sentirse o no solas al aumentar la edad. En todo caso, a más edad, tanto enfermos como sanos, las personas tendemos a sentirnos más solas (25).

El empobrecimiento de todos los refuerzos sociales, familiares, culturales, la propia involución, la vulnerabilidad frente a las enfermedades, órganos de los sentidos, funciones intelectuales, etc., desencadenan una inestabilidad y sentimientos de indefensión (26). Ello hace que la experiencia subjetiva de la soledad sea tanto más intensa cuanto más presente está la enfermedad y la necesidad de otros por diferentes límites impuestos por el deterioro que acompaña al envejecimiento.

Por otro lado, la soledad puede tener graves consecuencias negativas sobre la salud. En el plano físico, sabemos que tiene un efecto debilitador del sistema inmunológico, lo cual aumenta el riesgo de padecer ciertas enfermedades. Se asocia, además, al dolor de cabeza, a algunos problemas de corazón y digestivos, a dificultades para dormir, etc. Sabemos también que aumenta el uso de los servicios médicos en función de la soledad, especialmente en atención primaria.

A nivel psicológico, la soledad influye en la baja autoestima, y puede ser la antesala de otros problemas como la depresión (27) o el alcoholismo, como también de ideas suicidas. La pérdida de la pareja especialmente es la que más aumenta la posibilidad de desencadenar trastornos psicopatológicos como la depresión o la neurosis.

A nivel social, la soledad tiene repercusiones sobre algunas conductas, que llegan en ocasiones a usar el teléfono como una forma de ‘alquiler de orejas’, y, en casos extremos, a la pertenencia a sectas (28) que ofrecen algún tipo de satisfacción a necesidades que, no cubiertas, generan esa soledad.

Pero no solo la soledad repercute sobre la salud, sino que la presencia de la enfermedad se convierte en una reacción de muchas personas que salen al paso de la vulnerabilidad y de la soledad generándose solidaridad. En efecto, la salud deteriorada conlleva un mayor apoyo familiar que se muestra en la mayor convivencia con otros familiares, sobre todo, con los hijos e hijas.

Las personas sanas conviven en proporciones parecidas en compañía que a solas (o en pareja), pero cuando las personas se sienten enfermas viven en compañía de mayor proporción que a solas y que cuando se sienten sanas. Es decir, que los problemas de salud impelen a las personas ancianas a buscar – y obtener – en mayor medida la compañía filial (29).

Por eso algunas personas mayores cuando descubren que enfermar es una solución para su soledad, las propias molestias se convierten en el centro de su atención y en la estrategia para atraer a sí a las personas queridas o cuidadores profesionales. El mayor puede llegar a aprender que sólo con el dolor consigue ponerse en el centro de la escena y de la atención (30).

En el fondo esta dinámica es universal, no solo se da en las personas mayores. La enfermedad se puede convertir en un manierismo, una astucia de la soledad para llamar la atención. “Si me callo, mi mutismo grita. Mis dolores hablan por mí, desean atraer la atención y el afecto hacia mí. No pido nada a nadie, pero el dolor me sirve de intermediario. A través de la impotencia y de los necesarios cuidados, mi cuerpo encuentra el medio de una comunicación que se le ha rehusado y que había rehusado él mismo. Si yo os rechazo por mi mal carácter, de esta manera os atraigo a mi lado, a mi servicio y os recupero. Es un chantaje de la enfermedad, al que cedo y al que todos ceden de buen grado, pero ni mi inconsciente ni el vuestro se tragan este falso amor”(31).

Soledad y salud, por tanto, son itinerarios bidireccionales que se implican. Al aumentar la vulnerabilidad a la soledad, la enfermedad puede ser la solución para romperla o la causa de que la situación de la persona sola empeore por no contar con los apoyos necesarios. Además, como afirma M� Teresa Baso, es posible que sea la soledad la que hace que ciertas personas sientan más achaques y perciban de forma más angustiosa sus problemas de salud que las personas que detentan otros rasgos y características (32). En último término mucho depende de la valoración subjetiva, afectiva y cognitiva, que la persona hace de lo que le sucede.

Jacques Sarano dice que los lazos de parentesco entre enfermedad y soledad son tres (33):
– la soledad, a menudo, se vive como una enfermedad;
– la soledad-enfermedad toma el aspecto y las coqueterías de gran número de enfermedades (digestivas, cardiacas, ginecológicas, etc.);
– la enfermedad engendra y agrava la soledad.
Toda soledad no es una enfermedad, pero toda enfermedad comporta la experiencia de soledad por lo que tiene de incomunicable y por lo que separa del mundo relacional. Basta pensar en la dependencia y la enfermedad de las personas que, por ese motivo, requieren ser institucionalizadas en centros de salud o sociales. La soledad experimentada no es simplemente la escasez de visitas o la ausencia de cuidados (que suelen tenerlos) cuanto la experiencia de ruptura de las relaciones normales impuesta por los límites del estado físico y psíquico y la falta de personas significativas con las que compartir lo más íntimo de la experiencia subjetiva de enfermedad o dependencia.

‘Paso muchos ratos sola, pero nunca estoy sin hacer nada: arreglo mis cajones, leo, hago punto. No me molesta tener que estar sola. No me siento sola, pero temerla sí la temo, porque a nadie le gusta la soledad. La doctora me dijo que no saliera de la habitación durante una semana y enseguida tuve que salir porque aquello no era para mí (Juana, 82 años, Residencia)’.

En las personas mayores que experimentan soledad, aunque convivan con otra persona que les cuida, puede darse la manipulación y la provocación de culpa en los cuidadores si éstos viven una vida normal en la que tienen intereses variados que les llevan a ausentarse de la compañía del mayor. Este puede acusar al joven por salir y por el solo hecho de llevar una vida normal. Existe el peligro en el acompañante de caer en el síndrome del cuidador, que se siente orgulloso de llevar una vida sacrificada y entregada para evitar la soledad de otro, pero de tal manera que anula su propia libertad y autonomía, cerrando la posibilidad de autorrealizarse y entregándose solo a la actividad del cuidado y del acompañamiento. No es extraño incluso que quien adopta esta actitud tienda a provocar sentimientos de culpa en quienes no se comportan de la misma manera. Uno de los peligros frecuentes es el vacío que se generará y la dificultad para entablar relaciones significativas y otras actividades cuando la persona mayor desaparezca por fallecimiento.

‘Yo no puedo salir de casa. Voy a la compra intranquila, porque no sé qué puede hacer mi madre en casa y porque ella no sabe estar en mí. Mi vida es ella. No entiendo cómo hay personas que abandonan a sus padres. Yo no voy a ningún sitio, ni a pasear, ni tengo amigas; no puedo, tengo que atenderla en todo y soy yo sola. Sin mí no puede vivir, me necesita las 24 horas del día. Una vez fui a un curso y no me dejó en paz, porque me llamó cinco veces en la mañana y tuve que dejar el curso para ir con ella (Maribel, 50 años, soltera)’.
Si bien es cierto que es más determinante cómo siente una persona mayor su soledad para sentirse mejor o peor de salud, también influye el ser hombre o mujer. Las investigaciones muestran que las mujeres mayores siempre y en todas circunstancias se sienten peor de salud que los varones (34).

4. La experiencia de la soledad en los mayores

El sentimiento de soledad como experiencia de displacer, incomodidad, suele surgir cuando no se realizan actividades placenteras que eviten la aparición de pensamientos negativos.
Las personas que se sienten solas suelen insistir más en la falta de compañía por la pérdida de seres queridos o por no tener a nadie a quien acudir.

La soledad no se experimenta de igual manera en todos los momentos. Son los momentos de la noche y la enfermedad los que con mayor intensidad hacen experimentar la soledad (35). En este sentido, también se puede hablar de aislamiento emocional y aislamiento social.

‘Fíjate, de trece que llegamos a ser en esta casa, entre hijos, nosotros y los abuelos...y ahora me veo sola. Durante el día es más llevadero: voy a la compra, no falta quien entra en casa y parece que el tiempo pasa. Pero por la noche es distinto. Se me cae la casa encima. La televisión me hace compañía, pero no dejo de pensar lo sola que estoy. Y si me pasara algo...’ (Teófila, 74 años, domicilio).
Como experiencia subjetiva, la soledad tiene también su propio umbral en función, entre otras cosas, del tipo de personalidad, de los valores culturales interiorizados, y sería el nivel mínimo de contacto social que una persona necesita para evitar la experiencia subjetiva de soledad.
Una vez más hemos de decir que la jubilación es una experiencia particularmente importante en la generación de la experiencia de soledad. El riesgo viene, sobre todo, por una parte, por la desorganización de la vida que se produce y la falta de iniciativa para encarar la nueva realidad, una realidad dominada por la ruptura definitiva con las obligaciones laborales y, en su lugar, la gran cantidad de tiempo de que se dispone; y por otra, por la posibilidad de que el abandono del mercado de trabajo conlleve un proceso paralelo de desvinculación social (36).

En realidad, las pérdidas sociales que comporta la jubilación no tienen por qué valorarse siempre en términos cuantitativos. De hecho, muchas personas las padecen con tanta o más intensidad dependiendo de la valoración cualitativa. En efecto, el proceso de jubilación suele motivar, más que una sustancial pérdida en el número de relaciones y amistades, un empobrecimiento de las relaciones sociales que se mantenían con los antiguos compañeros del trabajo.

No obstante, como ya hemos apuntado, no es la jubilación la experiencia más traumática y generadora de la experiencia de soledad en su dimensión de displacer. La pérdida de la pareja y de las relaciones más significativas de afecto y convivencia tienen un impacto significativamente mayor.

‘Echo de menos a mi marido; cuando vivimos los dos estábamos en la gloria, aunque él estuviera enfermo. Conseguí todo lo que veníamos soñando. La muerte de mi marido me afectó, me ayudaron mis hijos. Pero lo que más echo de menos es a las amigas que yo hice aquí y que ya se han muerto. Eran personas a las que yo quería, mis amigas, con las que tan bien me entendía cuando murió mi marido. Perder a mis amigas sí que me dejó sola, (María, 83 años, Residencia)’.

Además, el sentido acumulativo con que se producen ambos sucesos, la pérdida del rol laboral y la del rol conyugal, activa en gran medida las posibilidades para la aparición de problemas como el aislamiento social y la soledad. Ello se agudiza cuando ambos sucesos y experiencias se producen en un periodo de tiempo relativamente breve, porque entonces en unos pocos años, la persona ve alterada muy bruscamente su trayectoria vital justo en las dos esferas más importantes sobre las que se apoyaban, la familia y el trabajo.

Efectivamente, ‘la viudez, como término de la relación matrimonial, comporta un elevado riesgo de soledad subjetiva para muchos mayores que no hallan la confianza de nadie igual que el marido o la esposa en quien depositar sus secretos, desahogar sus problemas o, simplemente, manifestar sus inquietudes. El percibir con certeza que la ausencia de intimidad conyugal se prolongará durante el resto de sus días hace que algunos mayores viudos sean víctimas por momentos del problema de la soledad o, peor aún, que acaben por sufrirlo de una manera permanente’ (37). Algunas personas mayores incluso desearían morirse antes que su pareja con la que conservan el amor, para no sentir, cuando ya no les quede casi nada, la pérdida del único y mayor alivio con el que aún se consuelan (38).

El modo como las personas viven el acompañamiento a la pareja al final de sus días es una variable importante para la elaboración posterior del duelo y de la soledad. Las condiciones de salud en las que transcurren los últimos meses de la vida del esposo o esposa son un elemento significativo que ha de tenerse en cuenta para comprender la experiencia. Aunque no es una reacción que puede generalizarse a todos los mayores que enviudan, si la agonía del cónyuge hasta su defunción ha sido larga –siempre que no haya sido dramáticamente penosa en su duración y crudeza–, las secuelas de la muerte suelen ser menos impactantes psicológicamente que si la defunción ha sido repentina y sorprende por completo (39).

Otra característica de la experiencia de la soledad en los mayores viene dada por la pobreza de las relaciones familiares, especialmente con los hijos. La escasez de relación percibida por los ancianos con los hijos, tanto en cantidad como sobre todo en intensidad y calidad de afecto, representa un importante motivo de frustración. Cuando esto se produce, el sentimiento de soledad se eleva en gran medida, ya que probablemente no exista aspecto más negativo para el bienestar emocional de las personas que unas malas relaciones con la familia, no sintiendo la correspondencia de lo que años atrás ellos hicieron por sus hijos.

Simón de Beauvoir, en su libro Todos los hombres son mortales imagina a un hombre inmortal entre todos los mortales. La experiencia de este personaje de la novela es terrible y de una profunda soledad. Después de seiscientos años ya no se hace ninguna ilusión porque todos los grupos de pertenencia a los que ha tratado de vincularse han ido desapareciendo, muriéndose. Cuando mira a los mortales su fuente de desconsuelo radica en su soledad y desea ser mortal como los demás. Es un extranjero en la sociedad donde vive, sin comunidad de experiencias con los demás, con la soledad como única compañía (40). Pues bien, algo de esta experiencia caracteriza la soledad de los mayores, especialmente cuando muchos de los lazos afectivos han desaparecido porque han muerto las personas amadas o porque ha muerto el amor de las personas próximas (la distancia de los hijos, etc.).

La supervivencia de la persona mayor pasa la factura de la soledad, del empobrecimiento de la calidad de las relaciones sociales. Incluso la compañía dada por las visitas o muestras de interés hace experimentar la impotencia de llenar el intenso vacío existencial que se percibe en la vida del mayor. En el fondo en el mayor percibimos esa soledad que a todos nos pertenece pero que más fácilmente ocultamos o rellenamos, la soledad existencial. Ellos nos muestran esta soledad aun estando en compañía, con su conducta en un encuentro familiar, en medio de los hijos, en la compañía de quien bienintencionadamente quiere salir al paso del estar solo. Incluso si la presencia y el cariño de otra persona intenta suavizar el sentimiento de soledad, éste nunca desaparece por completo, pues nunca se descubre la sintonía y correspondencia humana que le integre al anciano en plenitud.

Mis hijos me sacan a comer los fines de semana y me llevan a tomar algo, pero me doy cuenta de que muchas veces no estoy en mi sitio. Algunas veces les digo: ‘vámonos hijos, llevadme a la Residencia’. No es que yo no esté bien, pero me parece que estoy fuera de lugar, que yo ya estoy mejor aquí. Hay mucha distancia entre ellos y yo; las cosas han cambiado mucho y yo ya no me veo ahí; no sé, como si por dentro estuviera sola, aunque esté con ellos y en un sitio donde hay gente (Petri, 80 años, Residencia).
En el estudio realizado por Julio Iglesias sobre la soledad, se apuntan algunos factores especialmente ligados a este sentimiento. Entre ellos:
– Los recuerdos (las fechas especiales, espacios concretos de la vivienda, momentos concretos del día, el encuentro casual con algunas personas, etc.);
– El llanto por la falta del ser querido;
– La depresión, a veces problemas de sueño;
– El hastío, el aburrimiento si se permanece mucho tiempo en la casa o en la Residencia sin hacer nada;
– Los pensamientos negativos, centrados tanto en los aspectos emocionales como materiales que comporta la soledad;
– La incertidumbre hacia el futuro, particularmente relacionada con la preocupación por la salud.
– Las ideas o tentaciones de suicidio;
– La noche y los miedos que la acompañan (a sufrir una enfermedad repentina, a morir en soledad, a ser víctima de las consecuencias de la inseguridad ciudadana), con la escasez de recursos a los que recurrir (41)
.La soledad da miedo por los fantasmas que creemos que la habitan, como el abandono, la amenaza de no tener a quién recurrir para ser ayudado, la responsabilidad, la impotencia, la culpabilidad, el resentimiento, el disgusto por vernos y entrar en contacto con nosotros mismos, con el autoconcepto que no nos gusta (42).
El silencio, el silencio es una de las características más específicas de la soledad cuando ésta se hace incómoda. Es el silencio que lleva al vacío, a rumiar la propia historia, al abismo emocional. Cualquier ruido, aunque tormentoso y obsesivo, puede ser percibido como más agradable; cualquier palabra, aunque insípida, puede ser liberada de la pesadilla.

5. Cómo salir al paso de la soledad de los mayores

Sentirse solo puede comportar buscar cómo matar el tiempo, es decir, cómo hacer que el tiempo kronos, el tiempo como sucederse de instantes de reloj sin significado pase porque no se consigue que sea tiempo kairós, tiempo con sentido, tiempo como oportunidad, con la riqueza de posibilidades que puede ofrecer si es vivido de manera significativa. Es realmente doloroso tomar conciencia de cómo se puede haber vivido en muchos momentos de la historia intentando ganar tiempo y, en la hora actual, no saber cómo matarlo.
El tiempo es la sustancia de la soledad, es el latido de la soledad. ‘Mi soledad se contrae o se dilata en tanto y cuanto mi tiempo vivido se distiende o acorta. La soledad se aminora cuando el tiempo tiende a permanecer en el presente’ (43). La soledad también tiene una configuración espacial. A nivel intrapsíquico, es lo que permite sentirnos cercanos a nosotros mismos o lejanos de nuestra mismidad. Somos nosotros mismos en cuanto distantes de otros, a la vez que en cuanto en relación.

Un recurso para salir al paso de la soledad puede ser el mundo de las amistades. No falta quien recurre a ellas y gestiona así la soledad que no colma con las relaciones familiares. No obstante, a veces la desconfianza en las amistades por el temor a que trasciendan públicamente las cuestiones más íntimas provoca que en muchas ocasiones las personas mayores solas vivan su sufrimiento en silencio y sin desahogarse con nadie.

En otras ocasiones, el encuentro con personas voluntarias o amigas, puede significar para las personas mayores una compañía realmente significativa y valiosa porque, en las visitas de los familiares (especialmente cuando el mayor está institucionalizado) pueden vivir sentimientos paradójicos. El anciano no puede ir y venir como los hijos, está como fuera del mundo, como prisionero. Visitarle significa interrumpir sus asuntos, sacrificar el tiempo libre, renunciar a momentos de ocio o ir a donde él no puede seguirles. Ir a verle abriendo un paréntesis en las ocupaciones, cuando además ‘no tienen ni un segundo libre’, poniendo cara sonriente, de visita, puede provocar el sentimiento de ser una carga. A veces, la respuesta de la persona mayor es, pues, una preocupación vergonzante por las molestias que ocasiona, por la obligación que genera de que ‘sean buenos con él’.

‘Mis hijos venían a verme una vez a la semana, con los nietos y nos íbamos de paseo y a comer fuera, pero llegó un día en que yo les dije que no vivieran tanto, que vinieran solo una vez al mes porque yo me doy cuenta de que venir aquí no es ninguna diversión y claro, pues no deja de ser una carga para ellos; y tienen que vivir su vida (Luisa, 79 años, Residencia)’.
Para que las visitas sean por tanto un recurso, así como los cuidadores –profesionales o voluntarios– se requiere un grado de autenticidad en la comunicación. Un estilo relacional donde se oculte la verdad, donde no se escuchen las preocupaciones concretas de la persona mayor, donde se proteja en exceso de las malas noticias de la familia y del mundo vital del mayor, puede suponer un modo de generar un mayor aislamiento, en lugar de una manera de salir al paso de la soledad.
El apoyo social que podría significar la amistad es limitado también por el miedo a revelar algunos aspectos de la vida familiar que son valorados personalmente como vergonzantes. Incluso se produce en ciertas personas mayores cuyas relaciones con los familiares son muy poco significativas en cantidad y en calidad, una justificación de la conducta de éstos ante los demás, aun cuando el sentimiento que secretamente es experimentado es de desaprobación y de gran soledad.

‘Me doy cuenta de que ¿hay tanta distancia entre ellos y yo! Además tienen que atender a los chiquillos. Ellos necesitan vivir y atender sus cosas. Están muy ocupados. Tienen cosas que hacer. Es difícil hasta hablar con ellos por teléfono. Les echo de menos, pero disfruto sabiendo que están haciendo su vida, aunque estén menos tiempo conmigo (Felicidad, 75 años, Residencia)’.
Las estrategias para afrontar la soledad son diferentes en función de los recursos al alcance de las diferentes personas y de la sensibilidad e intereses diferenciados. No obstante, el desarrollo de actividades domésticas, la televisión, la radio, el retorno o aumento de las prácticas religiosas, las comunicaciones telefónicas, los centros destinados especialmente para mayores (club o centros de día), la participación en actividades culturales, turísticas o de ocio y mucho más raramente las segundas parejas, constituyen recursos que salen al paso de la necesidad de vivir estimulado y no sucumbir en la soledad. Son recursos para que la experiencia de la soledad no lo sea de una soledad desolada o desértica como es descrita por algunos profetas para reflejar su pesar (Is. 43,20; Ez. 6,14; 33,28-29; 35,29).
El recurso a las prácticas religiosas en los mayores constituye un hecho revelador. Alvarez Turienzo ha escrito que “lo que el individuo hace, en definitiva, con la soledad, efectivamente, es religión. Lo que ocurre es que en el mundo secularizado del presente la religión se disfraza, expresándose en cosmovisiones estéticas, más comúnmente éticas o, genéricamente, filosóficas: en las religiones aparece bajo el nombre de Dios esto que en filosofía surge como problema de fundamento para el mundo” (44). Así se revela especialmente cuando la persona se ha liberado de otros compromisos o tentaciones de activismo: manifestar más intensamente su relegación, su unión con Dios en la soledad (oración) y en el aumento de participación en los ritos y celebraciones religiosas.

‘Cuando no sé qué hacer me voy a la capilla, hablo un poco con el Señor, que es un amigo que nunca me traiciona, y estoy muy a gusto. Rezo, le cuento al Señor las cosas, pido por mi hijo, por mis nietos, por los que están enfermos y por tantas catástrofes que hay ahora en el mundo. Eso me da tranquilidad y además estoy entretenida. Y así estoy un poco con el Señor, Él y yo, bien acompañados. (Petra, 78 años, Residencia)’.
No es menos importante el recurso a actividades de voluntariado más o menos organizado, donde la solidaridad y el deseo de ayudar a otros se vuelve también hacia uno mismo, satisfaciendo la necesidad de sentirse útil, en relación con otras personas y significativo para quien puede estar en situación de mayor vulnerabilidad. Entrar en la dinámica del voluntariado a muchas personas les hace participar también en las actividades propias de pertenecer a un grupo e integrarse en una estructura que le proporciona una serie de vínculos sociales previos al ejercicio del voluntariado, destinados especialmente a la coordinación y la formación.
‘Mi mujer tiene Alzheimer. No nos ha quedado más remedio que llevarla a una Residencia; no podía con ella. A mí me sobra tiempo y visito a otras personas en sus casas. Hablar con más gente, con personas distintas, me viene bien y les hago un poco de compañía. A uno le llevo el periódico, a otro le escucho un poco, con otro recordamos viejos tiempos o me pide que le haga alguna compra, (Pedro, 71 años, Domicilio)’.
Y, sin duda, el rol de abuelo, para quien lo es y lo puede ejercer por la proximidad de los nietos, constituye un modo privilegiado de cualificar las relaciones y salir al paso de la posible soledad.Pero salir al paso de la soledad no es exclusivamente una responsabilidad de la persona mayor o de la familia, sino de la sociedad en su conjunto porque corresponde a todos considerar el problema con responsabilidad. En el documento de Pontificio Consejo para los Laicos, publicado con ocasión del año internacional de las personas mayores (1999), sobre la dignidad del anciano y su misión en la iglesia y en el mundo, se dice que “la experiencia que los ancianos pueden aportar al proceso de humanización de nuestra sociedad y de nuestra cultura es más preciosa que nunca, y les ha de ser solicitada, valorando aquellos que podríamos definir como los carismas propios de la vejez” (45) y entre ellos se citan:
– la gratuidad;
– la memoria y el sentido de la historia;
– la experiencia de vida acumulada a lo largo de su existencia,
– la interdependencia;
– y una visión más completa de la vida, donde se dan cita valores como la sabiduría, el cultivo de la interioridad, la importancia del ser frente al solo hacer, el valor dado a la amistad, a la prudencia, etc.
A propósito de la interdependencia, el documento dice: “Nadie puede vivir solo; sin embargo, el individualismo y el protagonismo imperantes ocultan esta verdad. Los ancianos, en su búsqueda de compañía, protestan contra una sociedad en la que los más débiles quedan, con frecuencia abandonados a sí mismos; llamando así la atención acerca de la naturaleza social del hombre y la necesidad de restablecer la red de relaciones interpersonales y sociales”.
La Organización Mundial de la Salud utiliza el término “envejecimiento activo” en este sentido:

“El envejecimiento activo es el proceso por el cual se optimizan las oportunidades de bienestar físico, social y mental durante toda la vida con el objetivo de ampliar la esperanza de vida saludable, la productividad y la calidad de vida en la vejez” (46).

El término “envejecimiento activo” fue adoptado por la OMS a finales del siglo XX con la intención de transmitir un mensaje más completo que el de “envejecimiento saludable” y reconocer los factores y sectores, además de la mera atención sanitaria, que afectan a cómo envejecen individuos y poblaciones. Otros organismos internacionales, círculos académicos y grupos gubernamentales (entre los que se incluyen el G8, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, la Organización Internacional del Trabajo y la Comisión de las Comunidades Europeas) están usando también el término ‘envejecimiento activo’, principalmente para expresar la idea de una implicación continua en actividades socialmente productivas y en un trabajo gratificante. La palabra ‘activo’ quiere referir una implicación continua en cuestiones sociales, económicas, espirituales, culturales y cívicas, no solo la capacidad para estar físicamente activo. Las personas mayores que estén enfermas o tengan limitaciones físicas como consecuencia de discapacidades pueden seguir colaborando activamente con sus familias, sus semejantes, en el ámbito comunitario y nacional.

Se trata de promover el máximo de autonomía posible, es decir, potenciar la propia capacidad para controlar, afrontar y tomar decisiones sobre la vida diaria. Incluso cuando la persona mayor posee muchas limitaciones físicas o mentales y está institucionalizado. He aquí que, a la vez que los profesionales, voluntarios y familiares pueden responder a las necesidades de ayuda y acompañamiento, a la vez se puede generar una nueva soledad: ‘la soledad de fin de semana’, la que se produce cuando descansan los profesionales o cuando la vida del Centro en el que transcurre su tiempo la persona mayor, deja de contar con las actividades de los demás días. Si bien puede ser vivida como descanso, puede convertirse también en un momento de vacío, de falta de todo estímulo gratificante y de experiencia de inutilidad: cuando otros dedican su tiempo al ocio, al descanso, al encuentro con los amigos, el mayor se queda una vez más solo.

‘Aquí estamos muy bien. Lo único, los sábados y los domingos. Claro, como los empleados son gente joven, pues ellos también tienen que divertirse. Y los sábados y domingos no hay actividades; no vamos al gimnasio, ni a terapia ocupacional, ni viene la peluquera, ni nos leen el periódico, ni está el psicólogo. Es un poco triste el fin de semana. Yo comprendo que ellos tienen su vida, pero también es verdad que nos quedamos un poco solos. Parece que la casa se queda vacía y no hay movimiento por ningún sitio, (Juan, 76 años, Residencia)’.
En el fondo, pues, salir al paso de la soledad de las personas mayores pasa, entre otras vías, por provocar en ellas el interés interesándose por ellas –valga la redundancia– ‘Según la etimología latina, estar interesado significa estar entre. Decir que uno ‘se interesa’ por una persona, por una cosa o por un acontecimiento, es hacer referencia a una determinada calidad de presencia por la que se suprime todo distanciamiento para considerar desde el interior el objeto de atención. (...) Estar interesado es esencialmente un estado de espíritu, una manera de situarse en relación con el mundo. Al interesarse, por vieja que sea, la persona de edad da el paso interior que la acerca a los suyos y a la vida de los mismo; da el paso de estar en este mundo, en el interior de la corriente vital de aquellos que los habitan. Procediendo así, el anciano escapa a la vez del tedio y de la soledad’ (47). En este sentido, el interés por la soledad de los ancianos puede producir el interés de los ancianos por personas y cosas que favorezcan la vida significativa.
No queremos, no obstante, caer en la tentación de una superación de la soledad por el camino del aturdimiento con actividades. Lo cualitativo no puede ser apagado por lo cuantitativo. La soledad tiene virtualidad de que le devuelve al hombre a sí mismo, le hace encontrarse con lo propiamente humano y le coloca a la vez que por encima de la naturaleza, excluyéndole de ella por tener conciencia de sí y de su soledad. En el fondo, hemos de reconocer que hay una soledad sanadora que puede encontrarse incluso en situaciones de aislamiento y de pasividad, si la persona acude a los recursos internos. Y, en todo caso, admitir que uno de siente solo en un paso saludable (48). Tomar conciencia de la propia experiencia es el primer paso para poder afrontarla siendo dueño de ella, sin avergonzarse, porque sentirse solo es una experiencia universal.

‘Para mí la soledad es sonora. Aprovecho en la soledad y le saco partido. Estoy feliz, estoy comunicado, aunque esté solo. Interiormente me siento comunicado, en relación, como en comunicación íntima con el ser persona, como los demás. Cuando veo la tele, cuando leo, cuando escribo, etc., me siento comunicado, aunque esté solo, (Alfonso, 80 años, Residencia)’.
Pero por encima de todas las posibilidades y ayudas al mayor que se siente solo, el anciano tiene una tarea que hacer consigo mismo: la de creer que lo que más vale no es lo que hace, sino que, su aparente pasividad e inutilidad puede convertirse en un verdadero valor: ser capaz de ser testigo de los valores humanos para las personas que le rodean (49).
Cultivar los valores de actitud o de pasividad (50), conjugar el verbo amar y el verbo cuidar en pasiva, dejarse querer, puede constituir un reto para la persona mayor que, desde la soledad sigue construyendo una sociedad más basada en el amor que en el eficientismo, más en el ser que en el hacer.

Mostrar que vale la pena ser conscientes de las motivaciones por las que se hacen las cosas constituye también una buena lección que los ancianos pueden aportar a la sociedad. Ellos, de hecho, se adhieren con más dificultad a cuanto esté fuera de contexto o sin un claro significado (51).

Si no se trabaja por evitar las consecuencias de la soledad de los mayores, los afectados no solo serán ellos, sino también la sociedad entera. ‘La soledad de los mayores supone la ausencia de su palabra en otras generaciones. Todo árbol necesita su tierra adecuada. Sufrimos una escasez de padres y de maestros, de referencias. Vivimos vagabundos, sin alguien que nos diga una palabra sagrada; consumimos expresiones sin que fragüen en nosotros. Una sociedad que margina a sus maestros parece en el subjetivismo’(52).

La soledad, en el fondo, puede perder su aguijón si se consigue domesticar. El sentimiento de soledad vivido por ciertas personas como una ruina puede cambiar de cualidad y ser domesticado. Puede llegar a convertirse en fuente de creatividad personal y en un estímulo para las relaciones afectivas. ‘La soledad puede llegar a ser ímpetu de vida cuando la desconfianza y la angustia ante la ineluctable transitoriedad de nuestra existencia y de nuestros seres queridos se superan en aras de lazos de confianza, cuando el amor se vuelve más fuerte que el odio. Paradójicamente, esta toma de conciencia, junto con el conocimiento de nuestros límites, nos permiten aprovechar la vida de verdad: estimaremos tanto más el valor infinitamente precioso de cada ser porque no se reproducirá’( 53).

Todos modelamos nuestra soledad y somos modelados por ella. En ella nos jugamos mucho de la felicidad, de la fecundidad, de la satisfacción del encuentro de la autoimagen y del valor dado a la relación. En ella nos apropiamos de nosotros mismos y de la realidad o nos perdemos en la angustia.

El gran reto puede ser aprender a convivir con la soledad. Blaise Pascal veía la dificultad para estar solos como una desgracia: ‘la desgracia de los hombres proviene de que no saben mantenerse una hora en su cuarto’.

Quiero terminar estas páginas tomando de Henri Nouwen una reflexión que, aunque extensa, bien vale la pena citar:

‘Me gustaría proclamar a voz en grito y con toda claridad lo que podría parecer impopular e incluso perturbador: la forma cristiana de vida no libera de la soledad. La protege y la cuida como un don precioso. A veces parece que hacemos todo lo posible para evitar la dolorosa confrontación con nuestra soledad humana. De esta forma, consentimos en ser atrapados por falsos dioses que nos prometen una inmediata satisfacción y un alivio rápido. Pero quizá el penoso reconocimiento de la soledad sea un hecho fundamental en nuestra existencia. Puede ser un don que debamos proteger y guardar, porque nuestra soledad nos revela un vacío interior que puede ser destructivo cuando es mal comprendido, pero lleno de promesas para el que puede aguantar su dulce dolor.

Cuando estamos impacientes, cuando queremos quitarnos de encima nuestra soledad e intentamos superar la separación y la sensación de que nos falta algo, que a veces experimentamos, fácilmente nos relacionamos con el mundo poniendo en él expectativas devastadoras. Ignoramos que también nosotros sabemos, desde un conocimiento profundamente asentado en nosotros, intuitivo, que ningún amor o amistad, ningún abrazo íntimo o beso tierno, ninguna comunidad, comuna o colectividad, ningún hombre o mujer serán capaces jamás de satisfacer nuestro deseo de vernos aliviados de nuestra condición de solitarios’ (54).

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